miércoles, 29 de abril de 2015

Blanco inmóvil de Charles Bernstein
Por Marcelo Cohen



La pantalla de inicio de cualquier celular un inteligente –Bloomberg, utilidades, agenda, tienda– es el fantasma eficaz del régimen de tecno-finanzas que modela la vida del usuario como empresa guiada por el rendimiento y al usuario como gerente de sí mismo. En el capitalismo de los iconitos, el mundo ya no es una incesante ocasión de conjunciones sino un operador recombinante, discreto, cuya formalización inflexible se oculta bajo un manto de deseo pueril, alarde sentimental y queja resentida. Ahí ha precipitado la razón instrumental y, como se viene diciendo, la alternativa está en la poesía. Claro que ya no en lo que un poema puede alumbrar, cantar, confesar o combatir, sino en la puesta en escena de las celadas y pretextos de un lenguaje que, siendo también un régimen, fabrica la famosa intimidad y la abarrota de frases. Hoy ni siquiera ayuda el programa simbolista de separar palabra y materia, la fe en que el azar no cabe en los dados, porque el capitalismo lo cristalizó; en el dinero digital no hay referencia física ni potencia afectiva. En esta triste coyuntura se abre paso la obra de Charles Bernstein, motor de la cardinal escuela estadounidense de poesía del lenguaje. Para Bernstein, la atrofia de lo real se perpetra en la line, que en inglés es tanto la línea  como el verso. Si la poesía quiere seguir abriendo la percepción a las sincronías de la realidad, sólo puede proceder exponiendo, troceados y aglomerados, los miles de giros de un repertorio. Somos periodistas de nosotros mismos, los poetas incluídos, y la cura empieza por tirarnos con pedazos de nuestros variados pretextos; el efecto –cadáver exquisito e interminable anacoluto– va del embelezo al horror. Tamaño cambio en la condición de la poesía entraña una nueva rítmica y sus arritmias, una nueva puntuación y otra idea de la continuidad, tanto del poema como de la historia, los afectos y la acción civil; casi una ontología. Bernstein, que de 1978 a 1981 editó la revista L=A=N=G=U=A=G=E, que se anticipó en borrar las fronteras entre poema, ensayo crítico y filosofía, ha combinado en docenas de libros los tópicos de la política, la cultura de masas, la publicidad, la jerga literaria, los negocios, la pedagogía, la vida privada y muchos más para dar cuenta de cómo palabra y forma de vida son un montaje conjunto. Las traducciones de la hipnótica obra de John Ashbery habían postergado las de la chocante obra de Bernstein, el gran otro, que dijo "quiero implicar a los materiales de la cultura, trastornarlos como me han trastornado a mí, sondearlos como me sondean a mí". Enrique Winter, traductor y antólogo de Blanco inmóvil (antología publicada por kriller71) se tomó el trabajo de locos de abrir al lector en español a una conmoción en la experiencia del poema. Eligió, prologó y tradujo cincuenta, tomados de casi veintiocho libros, y el conjunto es una locura formidable. "...Las luces de colores no reflejan/ el estado del alma o su larga y oscura noche de/ exultación incomunicable, sino simplemente los pasos/ que descienden en un largo espiral, interceptando/ encabalgamientos/ esféricos que –trata y trata– son imposibles de notar./ Varias noches, parado ahí, mi cerebro/ corre tras el fragmento de una quimera &/ aun así, puedes aceptar realmente que, no/ te lo pongas más difícil, empecemos/ de cero tú & yo, ven/ que podemos, &c./ Al fin el cambio relajante,/ el sofá, Alejandría, Trujillo...". Las versiones de Winter dan una sensación de volumen a la altura de una poesía que se niega a sí misma para volver en otro cuerpo. Coyunturas rechinantes, discursos heteróclitos que fuera de contexto y soliviantados por el arrebato rítmico muestran impúdicamente su insignificancia y al cabo barbotan una meláncolica meditación existencial. La poesía de Bernstein llega a dar una risa nerviosa; a la vez enciende el pensamiento, como un acorde alarmante pero pleno.



viernes, 24 de abril de 2015

Nocturnos. Cinco historias de música y crepúsculo de Kazuo Ishiguro
Por Diego Fischerman

Es posible que el terror musical sea una creación de Felisberto Hernández. No el espanto guiñolesco de El fantasma de la ópera. Más bien, la inquietud, el temblor al acecho, el sobresalto insinuado, el pequeño estremecimiento que habita en las casas con pianos y en los pianistas olvidados y en las infinitas oscuridades de una sala de música cerrada. Y es posible, también, que esa clase de pesadilla nunca haya llegado tan lejos como en la novela Los inconsolables, donde Kazuo Ishiguro crea un universo ante el cual el mundo del viejo señor K queda convertido en paraíso de ensueño. En ese texto brillante y casi insoportable, un pianista llega a una pequeña ciudad de Europa Central para dar un gran concierto. Allí la música, y en particular la música contemporánea, resulta esencial. Hay madres que no se hablan con sus hijos porque éstos tocaron alguna pieza de vanguardia sin la debida expresión y conocimiento del estilo. Pero ése es apenas el comienzo. En calles y tabernas donde los maleteros compiten con un extraño baile en el que cargan valijas con piedras, en pasillos interminables que comunican la sala de ensayos de un hotel incomprensible con una cabaña en la montaña o con un pueblo vecino y donde todos los pensamientos son escuchados pero, en lugar de diálogos, se superponen monólogos, el pianista es llevado a un territorio donde sólo existe la postergación, en que la mujer que acaba de conocer le reclama por el descuido de su hijo y donde, permanentemente, es esperado en lugares a los que nunca llegará y llega a lugares adonde nunca quiso ir.

Nocturnos (Anagrama), el último libro de Ishiguro (y el primero de cuentos), es una continuación atenuada de aquella novela magistral. Lo une con ella, por supuesto, la música. Pero sobre todo la otra palabra anunciada en el subtítulo: el crepúsculo. Las cinco historias incluidas hablan de algún ocaso, mientras la frustración o el final de las carreras o aficiones musicales de sus personajes habla siempre de otros eclipses. También aquí los personajes están de paso. Venecia, o un hotel de lujo en Beverly Hills donde residen, transitoriamente, los operados por un famoso cirujano plástico (incluyendo uno de los personajes que estaba en Venecia en el primer relato) o una casa en la que se está de visita. Y las situaciones, por supuesto, rondan la pesadilla, sobre todo cuando se acercan a la comedia de enredos. En “Come Rain or Come Shine”, donde el amigo fracasado es invitado a la casa de una pareja de antiguos condiscípulos durante la ausencia del marido para que su mujer, que lo atosiga, se convenza, por contraste, de sus virtudes, es donde la situación se torna más intolerable. El marido llama por teléfono, mientras la mujer está en una reunión, para darle instrucciones al huésped sobre cómo romper objetos, cómo fabricar olor a perro sucio y, sobre todo, cómo ocultar el gusto, compartido con su esposa, por Sarah Vaughan. Todo es espantosamente humillante, pero lo peor es que nadie escucha ni ve a los otros y la vergüenza del final no es ni siquiera registrada como tal. Un joven compositor de canciones pop inconsciente de su temprano fracaso, que abusa de la hospitalidad de su hermana y cuñado mientras entabla una relación con una pareja de músicos ambulantes suizos fascinados con las colinas de Elgar (Sir Edward, el compositor, y no John, como dice la lamentable contratapa), la lastimosa serenata de un ex astro de la canción melódica, la aventura nocturna de un saxofonista genial pero malogrado y su compañera de piso, alrededor del trofeo a “Mejor músico de jazz del año” o una cellista imaginaria que da lecciones a un húngaro que deambula por la Plaza San Marcos son, en todo caso, las diferentes caras de la distancia entendida como una de las Bellas Artes.

Hay una distancia de origen, podría pensarse, en un escritor nacido en Japón y educado en Londres. Tal vez lo japonés (la cortesía extrema, la observación siempre un poco azorada, cierto pudor cercano al desafecto) sea una etapa superior de la flema inglesa. O lo contrario. Pero lo cierto es que en Ishiguro se unen para lograr una pintura exacta y destemplada de la desolación, como en esa Plaza San Marcos donde, en el último de los relatos, “Violonchelistas”, se colocan las estufas entre las mesas para los turistas ya escasos mientras una orquesta toca el tema de El Padrino por novena vez. La presencia de la música es medular en otro aspecto, quizá más importante: el de la forma. Como en una sonata otoñal, donde cada movimiento contrasta con los otros pero, al mismo tiempo, ciertos temas, algunos gestos, determinadas frases, los unen, en Nocturnos se tiene la sensación de que, finalmente, todas las historias no son más que los capítulos de otra, más secreta, más esquiva, más triste aún y más devastada.

lunes, 20 de abril de 2015

Lluvias, de Laura Wittner
Por Jorge Fondebrider

Dos partes conforman Lluvias, el quinto libro de poemas de Laura Wittner (Buenos Aires, 1967). La primera –que lleva el mismo título que el libro–, está a su vez dividida en tres partes que, como sus títulos lo anuncian –No llueve, Llueve y Llovió– responden claramente a momentos bien definidos de lo que, a poco de leer, se revela como un ejercicio de observación que, por ejemplo, recuerda las “Trece maneras de mirar a un mirlo”, de Wallace Stevens, o esos poemas de Francis Ponge en los que se busca arrancarle a los objetos y a los seres inanimados una verdad que se pretende objetiva pero que, en realidad, se oculta en la subjetividad del autor. La segunda parte –Huecos– agrupa poemas independientes, que no comulgan, como en la primera, con un único eje temático. Aquí reventé, y me multipliqué”, a lo que Wittner, tres versos más abajo, agrega: “el cielo es negro y no hace más que cernerse/ en los sentidos 5 y 8 de la Real Academia./ Llover suave y menuduo./ Amenazar de cerca algún mal”, con lo cual el poema, mediante un curioso golpe de timón, adquiere su plena trascendencia. O en ese otro poema de la segunda parte, “Doce hazañas”, título que se vuelve transparente y llena de connotaciones al texto, cuando tirados en la cama descansan  abuela, madre e hijo, y hay un olor que la poeta ubica “por no darle muchas vueltas/ en el casillero de ‘pochoclo’”, mientras vela, sola, que un innominado Hércules no venga a turbar el sueño de la familia. De ese modo y según este modelo, lo alto y lo bajo, lo tangible real y lo imaginado, lo inmediato y lo futuro van enredándose, confundiéndose, y terminar por lograr la tensión necesaria para mantener en vilo al lector, que no puede más que estar atento y a la espera de esa suerte de desvío, de cambio súbito de dirección que comienza a convertirse en una magnífica marca estilística de la poeta.

Hasta acá, si se quiere, la descripción aséptica de la manera en que está estructurado el libro. Ahora bien, los poemas, tanto aquellos temáticamente ligados como los otros, son otra cosa. Porque, si bien el vehículo es, fundamentalmente, un cierto realismo, por momentos trivialmente autobiográfico y a veces desmañado, que suele acompañar el discurso de muchos poetas que empezaron a publicar alrededor de la década de 1990, la mayoría de los poemas se apoya en otra instancia, acaso soterrada, que termina por apuntalar la anécdota, dotándola de un sentido más importante. Véase a este respecto “De noche de día” –un poema de la sección Llueve–, donde el agua de la lluvia alcanza el vidrio de una ventana después de atravesar la persiana y dice: “

Si con El pasillo del tren (1996), Los cosacos (1997), Las últimas mudanzas (2001) y, fundamentalmente, La tomadora de café (2005); Laura Wittner había logrado una importante visibilidad entre los poetas de su generación, con Lluvias, un libro formalmente impecable, termina por revelarse como una de las voces más notables de la poesía argentina actual. Leerla da gusto. 

jueves, 16 de abril de 2015

Underground de Haruki Murakami
Por Laszlo Erdelyi





En 1996, un año después de que la secta Aum Shinrikyo dispersara gran cantidad de sarín, un mortal gas neutóxico en varias líneas del subte de Tokio, el novelista japonés Haruki Murakami se puso el overol de investigador para producir el libro Underground, una recolección de testimonios de los sobrevivientes del ataque, y que acaba de llegar en español. Esa investigación produciría muchos de datos con los que luego escribiría la novela 1Q84 (2009), que llegó al mercado hispanohablante hace unos años.

Murakami intuyó que en esos hechos, que provocaron 12 muertos y cinco mil heridos, se escondía algo grave. Para él en el underground del subte tokiota, como en el más profundo inconsciente, se había revelado lo peor del ser japonés, algo innombrable que los involucraba a todos, no sólo a los terroristas. Entendía que conversando con las víctimas sobre su familia, trabajo, ambiciones, miserias y sueños  apelando a la técnica del reportaje para neutralizar los discursos tramposospodía llegar a entrever eso prohibido. Algo que pocos japoneses estarían dispuestos a aceptar.

Preguntas sin respuesta
Pero no sería tarea sencilla. Para el Japón profundo, esa cultura encerrada en sí que desconfía de todo lo foráneo, el escritor Haruki Murakami es un traidor. O mejor dicho, un japonés impuro, contaminado con lo de afuera: nació en el histórico barrio de extranjeros de Kobe (Kitano), siempre tuvo un perfil abierto al mundo y, por lo tanto, poco afín al tradicional aislamiento nipón, y ha vivido demasiado fuera de su país. Por si fuera poco, se ha convertido en celebridad mundial escribiendo novelas sobre las lacras de su propia comunidad: el machismo, la violencia, el autoritarismo, el racismo y la psicosis, manifestadas por ejemplo en la segregación y maltrato de la mujer japonesa, en el desprecio racista por ciertas culturas vecinas, o en el militarismo que devino en espantosas aventuras bélicas.

En Underground aparecen 62 testimonios de víctimas, varios miembros de la secta Aum (también víctimas, pero en otro sentido), y otros protagonistas como un psicólogo que trató a muchos lesionados en el ataque, un médico que comunicó vía fax a las emergencias cuáles eran los síntomas y cuál era el antídoto sin que nadie se lo pidiera salvó así cientos de vidas y un abogado que enfrenta a la secta. Cada uno cuenta lo que le pasó ese fatídico 20 de marzo de 1995 temprano en la mañana cuando varios recipientes con sarín fueron depositados en vagones de diferentes líneas del subte. También dónde nacieron, cómo estudiaron, trabajan, viven y sueñan. Son historias de vida que refuerzan la idea de unicidad, de que cada periplo vital es único e irrepetible, aunque también revelan rasgos comunes al promedio de los japoneses como la adicción al trabajo (ninguno de los afectados que logró salir del subte tras inhalar gas pensó en faltar al trabajo ese día). Algunos están furiosos porque ese gas neurotóxico los dejó inválidos, o porque asesinó a alguien querido, o les cortó una ascendente carrera laboral; otros subliman su resentimiento mirando al futuro, dejando atrás eso inexplicable que trastocó su existencia.

Habla muchas horas con cada uno. Es un viaje hacia el dolor donde las palabras faltan (¿acaso no hay palabras para expresarnos cuando nos acercamos a un amigo doliente en un velorio?). “En ocasiones las palabras son inútiles, pero como escritor es lo único que tengo” escribe en Underground. Poco a poco, entrevista tras entrevista, se repite un patrón de dudas o preguntas. La más acuciante es por qué. Cuál es la razón por la cual una persona ingresa a una secta y entrega su personalidad a otro, sus bienes, su vida (era el compromiso que exigía Aum, la entrega total de sus acólitos). O por qué salieron a matar utilizando armas de destrucción masiva. O por qué nadie hizo nada cuando era evidente que ese poderoso grupo (en número de fieles y en disponibilidad económica) se volvía cada vez más bizarro, aislado, amenazante y violento.

Sectas han existido siempre, y atentados terroristas también. Escribir contra ellos es como escribir contra la lluvia o las tormentas. De hecho el líder de la secta, Shoko Asahara, como venía anunciando el Apocalipsis para los años 90 y nada indicaba que fuera a suceder, decidió provocarlo él para no perder credibilidad como profeta. Lo que sí es necesario comprender es por qué esta secta estaba legitimada en el imaginario japonés como una entidad religiosa más (con todos los amparos de la Constitución del_Japón) mientras hacía desaparecer fieles, extorsionaba, secuestraba o mataba a quienes la denunciaban (cuando el ataque de Tokio ya existía una asociación de familiares de víctimas con un grupo grande de abogados), e incluso ya habían atacado con gas sarín a representantes del sistema judicial por un conflicto de tierras en la localidad de Matsumoto (1994), pero terminaron matando a otras personas (por un cambio de viento, el gas tomó sentido contrario).

Por si fuera poco, la unidad de la policía encargada de investigar a la secta era objeto de burlas por parte de otros policías. Más que rabia contra Aum, lo siento contra todos los demás dice el pasajero Masayuki Mikami (30 años), que respiró el gas en la línea Hibiya. Por eso casi todos los entrevistados en Underground se preguntan: “¿por qué no actuó la policía?”. Para Murakami, sin embargo, se impone otra pregunta, más dolorosa: “¿qué hicimos todos para permitir que esto suceda?” La cultura japonesa, famosa por su disciplina para resolver de forma colectiva, no fue capaz de actuar de forma unida y eficaz cuando vio en su propio seno el germen de la destrucción. Germen que, a todas luces, encerraba algo terrible. 

Miedo desconocido
Uno de los hospitales de Tokio que recibió más víctimas luego del atentado fue el San Lucas, en la zona de Tsukiji. En ese hospital estaba el psicólogo Kanzo Nakano tratando a las víctimas con algo que no abundaba: empatía. Los escuchó, los comprendió y amparó. Era lo que necesitaba Kenichi Yamazaki, pasajero en la línea Hibiya, que recuerda los primeros síntomas tras ser afectado por el gas a bordo del tren. Sabía que si me desmayaba en el tren, nadie me ayudaría”. Salió a rastras de la estación, intentó caminar hasta que no pudo más, y quedó tirado en la calle. Los transeúntes simulaban no verlo. ¡Imbéciles! ¿Cómo puede ser tan frío el ser humano? Alguien agoniza tirado en el medio de la calle y nadie dice nada”. Pero no sólo eso. La sociedad en su conjunto no los amparó. Muchas víctimas siguieron trabajando a diario hasta la medianoche. Por mucho que se quejaban nadie les ayudaba, nadie les prestaba atención. Una situación sencillamente insoportable agrega el psicólogo. Esta situación se repite en varias entrevistas de Underground, aunque en otras los compañeros de trabajo y los jefes contuvieron al trabajador afectado, ayudando en la recuperación.

Como psicólogo descubrió que el sarín provocaba en las víctimas un miedo desconocido hasta entonces. Por las características del atentado, en mi opinión las víctimas no son capaces de expresar o digerir adecuadamente sus sentimientos y vivencias de aquel día. Al no encontrar palabras adecuadas para hablar de ello, lo somatizan y terminan por aparecer dolencias físicas. No disponen de un sistema que permita transformar sentimientos en palabras, incorporarlos de manera racional a la conciencia. De ahí que traten de reprimirlos”. Los síntomas eran insomnio, pesadillas y miedo. Por si fuera poco, la televisión instaló un relato superficial y simplificado de lo ocurrido, lo cual generó enormes prejuicios y reforzó los esquemas mentales. Nakano entiende que aquello que los medios mostraron era sólo la punta del iceberg de algo mucho más terrorífico que las cámaras de televisión no grabaron”.

Murakami dedica un tramo importante del epílogo a analizar el comportamiento de los medios, que trataron el tema desde un plano moral: los “buenos” opuestos a los “malos”, la sociedad “cuerda” enfrentada a los terroristas “dementes”, lo “sano”versus lo “enfermo”. Surgieron voces, sin embargo, que se advirtieron los riesgos de esta simplificación. Se corría el peligro de que todo quedara aplastado por el furor popular”, perdiendo la oportunidad de entender las causas profundas que se ocultaban en la propia cultura japonesa. Murakami entiende que, una vez que llegó la calma, se instaló en la sociedad un sabor amargo. Para sobrellevar el malestar y la amargura, la mayor parte de nosotros preferimos meter el asunto en un hipotético baúl del olvido y clasificarlo como algo del pasado. El profundo significado que entraña el suceso queda así circunscrito al proceso judicial y, por tanto, digerido por el sistema”. La historia del atentado parece haber quedado en la memoria colectiva convertido en un osado manga (cómic), en un mito urbano, incluso en una especie de cotilleo sobre crímenes poco frecuentes”.

Lo peor era que los discursos y las palabras de uso común ocultaban lo ocurrido. Creo que lo que necesitamos son palabras que nos lleven a otro sitio; palabras nuevas para una narrativa nueva. Otra narrativa para purificar la ya existente dice Murakami. Algo de eso hizo Roberto Bolaño cuando escribió la gigantesca novela 2666: inventar una nueva narrativa, encontrar nuevas palabras para comprender lo innombrable: por qué mueren y siguen muriendo las niñas y jóvenes de Ciudad Juárez.

Evadiendo responsabilidad
Murakami buscó esa nueva narrativa, esas nuevas palabras, en el corazón de las víctimas. El dolor disuelve cualquier discurso artificial. Es lo hacen Alejandro Almazán y Diego Enrique Osorno en México cuando van y buscan la palabra de las víctimas, esas que actúan como antídoto de la narrativa de violencia y exterminio que se ha instalado en México.

No es tarea sencilla, y menos en el neurótico Japón. Murakami recuerda cuando investigaba su novela Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y se sumergió en el llamado “incidente de Nomohan”, una incursión del ejército japonés en Manchuria de 1939 donde fue aniquilado por el ejército soviético. Cuanto más buscaba en los archivos, más horrorizado quedaba ante aquella temeridad, ante la locura total demostrada por la cadena de mando del Ejército imperial. ¿Cómo es posible que aquella tragedia inútil haya caído en el olvido sin más?”. Al investigar sobre el atentado del gas sarín en Tokio me sorprendió descubrir que la forma cerrada y evasiva a la hora de asumir responsabilidades de la sociedad japonesa, no fue muy distinta al modus operandi del ejército imperial de aquella época”. A nadie debería sorprender, entonces, que tras el reciente incidente nuclear de Fukushima (2011) provocado por un tsunami, mucha gente sospechara de los primeros informes oficiales japoneses sobre el peligro real que representaba el reactor dañado.

Luego está el otro tema: por qué los japoneses miraron para otro lado cuando el peligro de Aum era real, palpable. Cinco años antes de los ataques de Matsumoto y del ataque al metro de Tokio, la secta asesinó al abogado Tsutsumi Sakamoto junto a su esposa y su pequeño hijo mientras dormían en su casa, e hizo desaparecer los cadáveres. Sakamoto representaba a 23 familias que trataban de recuperar a sus hijos menores que habían desaparecido tras ingresar a la secta, y la demanda estaba prosperando. Tras la desaparición del abogado se juntaron un millón ochocientas mil firmas para que la policía investigue. Pero nadie actuó. Luego la secta intentó envenenar a otros denunciantes. En febrero de 1995, un mes antes del atentado en el metro de Tokio, nos reunimos con 20 abogados para hablar sobre el sarín cuenta el abogado Yuji Nakamura. Sabíamos que un atentado era inminente, y decidimos no frecuentar lugares con mucha aglomeración de público”. El 13 de marzo, siete días antes del atentado, advirtieron por carta a la policía de Tokio del peligro que representaba un ataque de esta naturaleza. Y, por si el masivo ataque al subte no fue suficiente, la fiebre homicida continuó luego del 20 de marzo: diez días después miembros de la secta dispararon contra el director general de la policía, y dos meses más tarde dispersaron gas Zyklon B en una estación de tren de Tokio, pero sin afectar a nadie. El sarín y el Zyklon B, ambos fabricados en las instalaciones de Aum, son gases de la era nazi.

Murakami apela a su propia experiencia para comprender por que muchos consideraron el fenómeno Aum como algo incomprensible y ajeno. Cuando Aum se presentó a las elecciones parlamentarias en 1990 postulando al líder Shoko Asahara para un cargo de legislador (sin éxito), parte de los actos de la campaña de la secta se hicieron cerca del domicilio de Murakami, en el distrito de Shibuya. Día tras día se oía una música inquietante a través de los altavoces. Mientras tanto, hombres y mujeres vestidos de blanco inmaculado, cubiertos con enormes máscaras de Asahara y cabezas de elefante, se alineaban en la acera que quedaba justo enfrente de la estación de tren, saludando e interpretando una danza incomprensible. (…) Cuando me enfrenté a algo tan extravagante, mi primera reacción fue mirar para otro lado”. Entonces recuerda: “Me atenazó un miedo innombrable, una repugnancia que estaba más allá de mi capacidad de comprensión”. Advirtiendo al lector que va a apelar a la psicología amateur, Murakami entiende que aquellos encuentros que provocan reacciones psíquicas de fuerte disgusto o repugnancia, son a menudo proyecciones de nuestras propias faltas o debilidades en la que también desempeña un papel la memoria”. Algo así como que “ellos” son “nuestro” espejo. Entiende que por eso, aún después de pasado el atentado, “nos asedia un regusto amargo que emana de nuestras profundidades”.

Testimonio y ficción
Luego de los atentados la policía tomó declaración a cada una de las víctimas. En uno de estos informes el policía escribe: Debe quedar algún cabo suelto a pesar de que alguien lo recuerde todo de una manera tan vívida”. Tras leer Underground queda la sensación de que falta algo. Pero esa ausencia es la prueba de que este es un libro abierto, honesto, donde el viajero (Murakami) cuenta su periplo a través de la memoria de 62 personas, memoria que no es más que una interpretación personal de los hechos, dice el psicoanálisis. 

Para cerrar este círculo Murakami escribió varios años después la novela 1Q84, una obra extensa de más de mil páginas en tres partes (libros) que tiene como protagonistas a Tengo, escritor, novelista frustrado y editor, y a Aomame, instructora de gimnasia y asesina profesional. Ambos confrontan a una poderosa secta llamada Vanguardia. El extenso devenir de intrigas y episodios permite comprender aspectos de la psicología de quienes optan por ingresar a una secta y otras facetas de la psicología de los japoneses en general, sobre todo en lo que concierne a la deriva emocional, a la falta de referentes y a la pérdida de identidad en un mundo que cambia demasiado rápido. Ambos, Tengo y Aomame, fueron criados en entornos demasiado rígidos, autoritarios, y reaccionan contra eso emancipándose, buscando realizarse como individuos más allá de los preceptos de la tradición. Ese camino, en Japón, te deja a la intemperie.

En ese mundo la mujer está tomando de a poco un rol protagónico. Aomame representa a esa mujer que lleva muy dentro de sí un gran resentimiento hacia el machismo caprichoso y brutal que impera en su cultura y que ha sobrevivido desde tiempos inmemoriales. Las que se rebelan son parias. Por eso en 1Q84 Aomame mata por encargo solo a hombres que han abusado de sus mujeres.

En Underground Murakami destaca la cantidad de mujeres jóvenes que logró entrevistar. Cuando se leen estos testimonios el aire se renueva. Este cronista, que estuvo en Japón en 1997 cuando la primera edición japonesa de Underground, no vio mujeres golpeadas pero sí a hombres adultos en el subte, todos viajando muy apretados, desplegando sin inhibición revistas pornográficas explícitas sin importarles que a su lado viajaban niñas y adolescentes. Ellas no se inmutaban, aceptaban la situación. El gesto de estos hombres era lascivo, soberbio, pero también parte del paisaje.

Con sus palabras Murakami intenta descifrar un hecho terrible por un camino difícil, arriesgado, poco agradable, aunque quizá sea el único para entender éste y otros hechos como, por ejemplo, el atentado de la AMIA en Buenos Aires, tras 20 años en un limbo doloroso y amargo. Ese camino implica, entre otras cosas, meterse con una vaca sagrada de esta era: la simplificación del mensaje. Se sabe que es una apuesta editorial que rinde poco. Existe una amplia mayoría de personas que no quiere discursos complejos que les puedan provocar desasosiego o frustraciones. Prefieren ideas repetidas y discursos simples. Aunque oculten lo peor, lo nunca imaginado. 




martes, 14 de abril de 2015

El otro nombre de Laura de Benjamin Black
Por Diego Fischerman






El tema de John Banville es el gran tema de la literatura –o el gran tema a secas–: la muerte. Y ese es el tema de las novelas policiales –siempre se empieza, por lo menos, con un cadáver–, además de la materia de Quirke, un médico patólogo que porta la rareza (quirk) en su apellido y protagoniza las primeras dos novelas que el notable escritor irlandés firmó con el seudónimo de Benjamin Black. Un alter ego transparente, podría decirse, porque por un lado significa literalmente el más joven, el último en llegar, a la dinastía de la novela negra y por otro, porque todos saben, todo el tiempo, quién es el que usa el nombre falso. Las solapas dicen: “Benjamin Black es el seudónimo del prestigioso escritor John Banville (Wexford, Irlanda, 1945)”. Y él, en los reportajes y presentaciones públicas, habla a la vez de las obras firmadas de una y otra manera. Algo así como Bruce Wayne portando, durante el día, unas evidentes orejas de murciélago. Algo bastante estúpido salvo que se trate, como en este caso, de un seudónimo que no busca ocultar sino revelar. Un doble que, como Florestán y Eusebius en el caso del compositor Robert Schumann o en el de las múltiples identidades de Pessoa, no encubre al Otro sino que lo completa: una segunda voz que no sólo enriquece a la melodía sino que le otorga un nuevo significado.
Existe, desde ya, una tradición en los policiales que Banville no desconoce y de la que el poeta Cecil Day Lewis y su Nicholas Blake son la referencia más evidente. Pero aquí no se trata de encontrar una signatura indulgente para una obra menor sino de continuar las obsesiones de la obra mayor por otros caminos. Hay una unión estilística –las precisas descripciones de narices, manos y pestañas con las que se dibujan los personajes– y hay una afinidad temática pero, sobre todo, hay una pregunta acerca del sentido que articula las novelas altas pero que en las policiales, precisamente por el contraste con la presunción que el género establece –la investigación, la resolución del enigma–, se pone en escena de una manera ejemplar. Porque las dudas, el vacío, la soledad, las visiones de la muerte que en una novela genial como El Mar (Anagrama) resultan, al fin y al cabo, parte de lo esperable, en las policiales tienen un efecto devastador. Tanto en la inicial El secreto de Christine (Christine Falls), como en El otro nombre de Laura (The Silver Swan) (Alfaguara), las investigaciones no tienen ningún método, son guiadas por la obcecación y la curiosidad enfermiza, y no conducen a la verdad. Y cuando ésta se conoce, finalmente, no sirve para nada o, peor, sólo conduce a que todo sea peor. Los títulos de ambas novelas juegan con el nombre de las asesinadas y obligan a traducciones desafortunadas. La muerta que prácticamente desaparece de las narices de Quirk –es decir, de su mesa de autopsia– se llama Christine Falls y su nombre, que es el de la novela, ya anuncia su destino (la caída de Christine). Laura Swan es, por su parte, también un seudónimo. The Silver Swan (el cisne plateado y, también, el título original de la novela) es el nombre del negocio de belleza que la pelirroja Deirdre Hunt regenteaba antes de ir a parar a la mesa de Quirk, supuestamente ahogada, con un pinchazo de aguja en un brazo y con un pedido de su marido, un antiguo condiscípulo del médico, para que no le realice la autopsia que él por supuesto hará.

El primer gran acierto de Banville/Black es la elección de su protagonista, un huérfano rescatado de un asilo y criado por la familia de un prominente juez católico, empleado por la morgue en la Dublín de los años 50. Su doble condición de conocedor de la pobreza y la riqueza extremas le permite trazar un mapa de una riqueza única. La fiesta familiar que introduce a su familia adoptiva en El secreto de Christine, por ejemplo, con todos sus mensajes cifrados en una red de convenciones, es digno de Henry James. Y el mundo de los hospitales y orfanatos manejados por monjas y curas o, en El otro nombre de Laura, el de una cierta picaresca ligada a la pornografía y las medicinas alternativas, cobran el valor de universos tan cerrados en sí mismos como capaces de mostrar las contradicciones de personajes que, empezando por el propio Quirke, a lo sumo son un poco más buenos que malos o un poco más viles y culpables que inocentes. Este médico alcohólico, casado con la hermana de la mujer que amaba y luego viudo de ambas, padre de una hija a la que le ocultó el lazo durante años y con la que a duras penas logra hablar, que avanza a los tropiezos y que, en esta segunda novela, ni siquiera llega a darse cuenta de la verdad, se entronca con la serie de detectives imperfectos en la que brillan el Wallander de Mankell, la Janne Tennison personificada por Helen Mirren en Prime Suspect o aquella detective de nombre masculino (Mike Hoolihan) que protagonizaba Tren nocturno de Martin Amis. Pero Quirke es aun más oscuro. Para él no está demasiado claro dónde está el bien y si, en el caso de poder buscarlo, sería deseable.

miércoles, 8 de abril de 2015

Buenos Aires, un millón de años atrás  de Fernando Novas
Por Vivian Scheinsohn

La aparición de todo libro de divulgación científica de edición  nacional siempre es bienvenida. Y más aún cuando su autor es Fernando Novas, paleontólogo argentino quien, además de dedicarse como tal al tema de los dinosaurios, hace años que trabaja en contacto con la comunidad infantil de Buenos Aires, dando gloriosas charlas en el Museo Argentino de Ciencias Naturales. Sin embargo, en Buenos Aires, un millón de años atrás (Argentina, Siglo XXI), Novas no se ocupa de esos animales que cimentaron su fama, sino de aquéllos que poblaron el espacio que hoy ocupa esta ciudad (o Provincia) durante el Pleistoceno. Ese período comenzó hace 2 millones de años y terminó hace 10 mil, con la llegada del Holoceno y la consiguiente extinción de esa fauna fabulosa.

Tal vez haya quien piense que todo libro de paleontología es árido. Sin embargo Buenos Aires… no trata exclusivamente de paleontología. Tampoco, hay que decirlo, se centra sólo en la ciudad de Buenos Aires, sino en la provincia en general. Y, finalmente, no se atiene a ese millón de años mencionado en el título, lo cual es mandatario para entender la historia de criaturas tan maravillosas como gliptodontes y megaterios. Todo esto puede contarse como virtudes del libro. También, lo que tal vez sea su mayor mérito: es un libro fácil de leer, claro y ameno. Entre sus defectos, sólo puede observarse la falta de actualización del capítulo correspondiente a la llegada de los humanos, en donde, por ejemplo, y como reflejo de lo que se sostenía en otras épocas, se dice que “la cacería de grandes mamíferos era moneda corriente en el Buenos Aires prehistórico” (p.230), lo cual contrasta con “los sitios de caza de los primitivos humanos sudamericanos demuestran que sus presas favoritas fueron los guanacos” (p.252), frase del capítulo siguiente, más ajustada a lo que hoy se sabe sobre las antiguas poblaciones humanas del área. A pesar de esa objeción, el volumen sigue siendo altamente recomendable, ya que vuelve digeribles temas difíciles, como la geología bonaerense, y aclara malentendidos clásicos, como la relación entre gliptodontes y tortugas.




martes, 7 de abril de 2015

Si alguiente tiene que ser después de Juana Bignozzi
Por Jorge Fondebrider

Este libro de Juana Bignozzi es claramente una de las mejores cosas que le pasaron este año a la literatura argentina. En la página 28, se lee: “rodeada de creadores que oscilan/ entre la jactancia y la humillación/ no digo soberbia/ porque es un pecado mayor de almas mayores/ rodeada de treintañeros que se vuelven cuarentones cincuentones/ Y se colocan en el umbral técnico de la vejez/ suelo creer que me rodea gente a la que alguien contó una historia/ en la que no entraba la jerarquía del escenario/ la nitidez de la palabra/ ni la respuesta a la eterna pregunta/ ¿quién soy yo en este oficio/ y en éste mi espejo?”. Así, en 12 versos, Juana Bignozzi acaba de cargarse a buena parte de la poesía argentina. Al resto se ocupa de clasificarlos en la página 35: “los grandes poetas escriben sin el corazón/ los frívolos sin el alma/ los triunfadores narrativos sin pensamiento/ los magísters de jóvenes/ los que aspiran al lugar del privilegio/ que abandonan los lúcidos sin ideología/ y un mínimo grupo de solitarios sin música/ con el gran sueño de una clase un líder un país”. Antes, en el tercer poema de Si alguiente tiene que ser después, se había presentado a sí misma con una sencilla declaración de principios: “nunca tuve otro sueño/ sino el de estar en el lugar donde conseguir mis sueños”. Y ese lugar nunca fue ni la niñez, ni el misterio, el pobrerío, Frankfurt, o cualquiera de esos tinglados dispuestos para la ocasión. No: aquí hay poesía, pelada hasta el hueso, escrita con el refinamiento que permite la decencia y la impunidad de quien nada tiene que demostrarle a nadie. Juana Bignozzi tiene algo que decir y ésa es una de las varias noticias que tiene para ofrecernos. Otra es que no se puede vivir sin ideología. Luego, que toda vida tiene momentos lujosos, aun cuando no sea el lujo material lo que los determine. Finalmente, que la poesía –y conste que es una poeta quien lo aclara–  no es lo más importante: “pobres vidas aquellas/ en las que la vida es sólo la poesía”, comenta en “24 de junio”, uno de los pocos poemas con título, que trascurre en Buenos Aires, su ciudad “llena de provincianos y libros españoles”, lo que es decir otro lugar que el que alguna vez le fue propio y a duras penas todavía sobrevive en algunos poemas, porque “la historia barre barre/ y devuelve soledad a los que trabajan a solas/ y convierte en solitarios a los que hicieron de la ideología/ un gesto”.

Efectivamente, “en este mundo que miserablemente aspira a la corrección”, Juana está sola. La distancia que media entre ella y la mayoría de sus contemporáneos es decididamente grande y este libro –impiadoso, pero no exento de ternura– no hace otra cosa que ampliarla. El precio es alto, lo sabe y está dispuesta a pagarlo. Por eso anota: “me miro en el espejo y sé que la trampa de la que debo escapar/ no es la de las arrugas/ sino la de esperar cobrar la plusvalía del afecto/ como en un lejano cuento pido al espejo cada día/ seguir despierta no perder el aliento/ seguir ignorando qué precio tiene mi desmemoria/ no perder el gusto de la amistad/ volver a desagradar/ a los que hace décadas desagrado”.



sábado, 4 de abril de 2015

El diván victoriano de Marghanita Laski 
Por Diego Fischerman


Sólo hay algo peor que una pesadilla. Que no lo sea. Que al despertar, el monstruo siga estando allí. Y, lejos del último lugar en importancia, que haya una escritora inglesa –es decir alguien para quien la contención emocional resulte una cuestión de estilo– para contarlo. Las primeras treinta páginas –en rigor, la tercera parte de un relato tan breve como exacto– de El diván victoriano cuentan una cierta clase de drama: costumbrista, opresivo, terrorífico en su pormenorizada repetición. Melanie Langdon, madre reciente, confinada en su dormitorio y rodeada de cuidados, se repone de una tuberculosis. Es la década de 1950 en Londres. Y ella, prisionera de su enfermedad, sueña con el momento de volver a tener junto a su cuerpo a su esposo y de poder abrazar a su pequeño hijo. El momento llega. El médico decide trasladarla a otro lugar de la casa, donde ella podrá tener más contacto con los demás, e incluso, si todo va bien, tener al bebé consigo. El lugar en el que ella descansará será el diván victoriano que compró en una casa de antigüedades el día en que, más tarde, se enteraría de su enfermedad. Y allí comienza la segunda tragedia. Ella despierta. Algunas cosas siguen siendo las mismas. Y otras no.



Laski –su nombre real era Esther Pearl–, sobrina del célebre historiador Harold Laski y miembro del mundillo intelectual de la izquierda inglesa de posguerra, escribió sobre moda y costumbres, además de editar cinco novelas, una obra de teatro, varios ensayos y diversas recopilaciones. En esta cuarta novela, publicada originalmente en 1953 e inédita en castellano hasta su reciente exhumación, gracias a la nueva editorial Fiordo y a la cuidadosa traducción de Martín Schifino, construye una trama cerrada, sin escapatoria. Su personaje reflexiona, se hace las mismas preguntas que podría hacerse el lector. Pero, además, a partir de ese principio constructivo similar al del cuento “La noche boca arriba”, de Julio Cortázar, el preciso retrato de tipos sociales, formas del habla y vestimentas, le permiten ir más allá. Un eterno diván victoriano es, en su relato, ni más ni menos que la prisión a la que la sociedad inglesa destina una mujer.