domingo, 29 de marzo de 2015

San Signos de Xul Solar
Por Jorge Aulicino


El I Ching, el antiguo libro de sabiduría chino -que es algo más que un oráculo- causó un impacto específico, ahora lo sabemos, en nuestro Xul Solar. La forma en que entró en sus sueños es bastante particular, pero nada delirante, al fin y al cabo. Esto se puede ver gracias a la edición de sus San Signos, unos cuadernos que escribió en una lengua de su invención, el neocriollo, pasados a máquina en cierto momento con vistas a la edición pero que vienen a la luz, traducidos al castellano corriente, recién ahora.

El libro editado por El Hilo de Ariadna, que hace un tiempo reveló para nosotros El libro rojo de Carl Jung, se presenta dentro de un cartapacio atado con un tiento y su lomo tiene las costuras a la vista, en un remedo de aquellos "raros infolios de los sabios olvidados" mencionados por Edgar Poe en "El cuervo". Sobre el lomo crudo se ven algunos de los dibujos del I Ching. Contiene preciosas reproducciones de los cuadernos originales y de pinturas de Xul relacionadas.

Tal como la obra lo merece, además del continente de libro objeto, se le consagran una serie de textos precedentes, de Jorge Luis Borges, de Daniel E. Nelson, de Patricia M. Artundo, de Leandro Pinkler y M. Soledad Costantini y de Elena Montero Lacasa de Povarché. El cuidado de la edición fue de Patricia Artundo. La edición, una obra conjunta de El Hilo de Ariadna y la Fundación Pan Club. Daniel Nelson fue quien acometió la tarea de poner en castellano lo que Xul Solar había escrito en neocriollo, lo cual supuso deducir una gramática del texto mismo y de los pocos escritos que Xul dedicó al idioma que había creado. La labor de Nelson supone la institucionalización de la lengua imaginaria de Xul, que hasta hoy solo existía ad hoc, es decir, en los escritos de su creador y casi sin normas. Carecemos, y afortunadamente quizá nunca lo tendremos, de un diccionario de neocriollo. Este libro contiene los originales en neocriollo y la versión en castellano.

Xul escribió sus visiones del I Ching -de eso se trata- en su propio idioma años antes de que Erich Auerbach escribiera y publicara Mímesis (1942), un libro que influyó decisivamente en la formación cultural de Pier Paolo Pasolini, como bien recuerda Diego Bentivegna en el estudio preliminar a la reciente edición de La Divina Mímesis, de Pasolni, en El Cuenco de Plata. Traigo a colación este libro no sólo porque el destino puso a disposición del lector argentino los San Signos y La Divina Mímesis casi al mismo tiempo, sino porque la obra de Dante Alighieri, y sobre todo, su invención de una lengua, tiene considerable relación con uno y otro volumen.

Pasolini, que a mi juicio leía rápido pero muy agudamente, vio en el libro de Auerbach que el concepto de mímesis no era atribuible a la imitación de la realidad, sino a la imitación y apertura del lenguaje, como indica Bentivegna en su estudio sobre La Divina Mímesis. El concepto principal a mi juicio (y por cierto no sólo mío) del libro de Auerbach es que el cristianismo corrompió la poesía clásica al introducir el "estilo bajo" en convivencia con el "estilo elevado", consagrado a dioses y héroes. Esta labor comienza en rigor en La Biblia misma. Sin embargo, tuvo amplia difusión en la Edad Media y Dante llevó a cabo la empresa con absoluta conciencia de sus fines, cuando decidió utilizar la "vulgar elocuencia" en su obra, inventando, por lo demás, lo que aquella no había aún inventado.

No sólo el mundo rural y citadino entró de ese modo en la Ciudad de Dite, en el Purgatorio y en el Paraíso, sino también su articulación verbal, su representación lingüística. No sólo el "así como en el astillero de los venecianos hierve en invierno la pez tenaz", con que Dante compara el aceite en el que se cuecen los condenados, sino los propios términos toscanos en que esto se dice.

Como Dante la Comedia, Auerbach escribió Mímesis en el exilio, en una tierra extraña, Estambul, a la que lo llevó la persecución nazi. Consciente fue Auerbach del sistema de representación de Alighieri y le dedicó un libro entero, su siempre releído Dante, poeta del mundo terrenal, una obra temprana en su bibliografía, que es clásico de los estudios de la literatura y el mundo medievales en Europa.

Xul no habrá leído a Auerbach y sin duda nada supo de Pasolini que hizo su propia mímesis de los Cantos dantescos, obra incompleta que los críticos prefieren llamar "abierta" o in progress. Es probable que tampoco pudiera compartir el pensamiento pasoliniano, pero lo seguro es que su gesto de escribir los San Signos en neocriollo es de cuño dantesco, como el de La Divina Mímesis.

El libro de Xul en neocriollo es mimético en cuanto a lenguaje, no ya porque una en él lo alto y lo bajo, sino porque lo hace en una lengua que hay que suponer pos contemporánea. Se trata de la vulgar elocuencia de un futuro que presentía cercano, o que estaba implícito. El neocriollo tiene mucho de neo y mucho de lengua premoderna, y en verdad es una cruza de las lenguas romances usadas en América, como si aspirara a crear un nuevo toscano a su manera, un idioma único de la tierra americana, destinado a la convivencia lingüística y a la expresión de la nueva idiosincrasia de América latina. Si se adoptara como idioma común en una hipotética cultura futura, si traspasara las fronteras de la mímesis (la literatura) el neocriollo, ay, correría la suerte del toscano dantesco: lengua oficial, lengua cerrada (por esto, dicho sea de paso, es bueno volver al texto de Dante, que aún palpita, abierto).

¿Pero qué cabría esperar de los San Signos habida cuenta del lenguaje original en el que fueron escritos? Sin duda, mímesis, en el sentido de nueva presentación de signos antiguos. Y la hay, pero es una mímesis inesperada.

El I Ching es un libro formado por capas geológicas de libros. El sinólogo alemán Richard Wilhelm lo tradujo a su idioma en 1923. El libro fue prologado por Car Jung en sucesivas ediciones y traducido al castellano por D.J. Vogelmann recién en 1960. Whihelm intercaló las tres “capas” principales de las que se constituye el libro: los antiguos ocho signos básicos, que datan de unos 3000 años antes de Cristo, cuya recopilación es atribuida al legendario Fu Hi; los dictámenes del rey Wan y de su hijo Chou para el 1100 a.C., y, finalmente, los comentarios de Confucio y sus discípulos.  La filosofía del libro es perfectamente deducible del conjunto de estos textos que hoy forman el libro como lo presenta Wilhelm. Se trata de un mundo de signos esencialmente mimético: representa el modo en que el mundo se escribe a sí mismo. Como señaló Jung: “Todavía no hemos tomado lo bastante en cuenta el hecho de que necesitamos del laboratorio, con sus incisivas restricciones, a fin de demostrar la invariable validez de las leyes naturales. Si dejamos las cosas a merced de la naturaleza, vemos un cuadro muy diferente: cada proceso se ve interferido en forma parcial o total por al azar, hasta el punto que, en circunstancias naturales, una secuencia de hechos que se ajuste de manera absoluta a leyes específicas constituye casi una excepción”. Y más adelante: “La representación china del momento lo abarca todo, hasta el más minúsculo y absurdo detalle, porque todos los ingredientes componen el momento observado”. A esto, Jung lo llama “sincronicidad”, con la característica esencial de que “todo lo que ocurre en ese momento posee inevitablemente la calidad peculiar de ese momento”.

El encuentro de Xul Solar con cada signo del I Ching posee la virtud de un comentario sincrónico. Sólo que no son reflexiones sino visiones las que constituyen el libro de los San Signos. Esto es lo más notable de la experiencia de Xul: sus visiones sincrónicas no tratan de entender los signos del I Ching a la manera china o que se supone china; casi se diría que no tratan de entenderlos, sino que simplemente se presentan (pues así se han producido) de modo paralelo, lateral, tal vez sincrónico. La primera visión de Xul –que no es la primera en orden cronológico y en rigor de verdad no sabemos ni podremos ya saber por qué la colocó en primer lugar, aunque sí especular brevemente sobre esta circunstancia- está bajo el signo Wu Wang, XXV del I Ching, que Wilhelm traduce como “La inocencia”. Wilhelm lo entiende como “lo no intencionado”, lo “genuino”. En Wu Wang, el Cielo baja mediante el Trueno; en su visión, en cambio, Xul asciende desde una tierra de “restos humanos revueltos”. Restos (“momias también”) “aún no completamente muertos” pero susceptibles de “ser resucitados otra vez por la magia y por muchas memorias”.

Dos líneas más y lo entendemos claramente: “la gelatina que los une que creí creada de metal es líquida, que a veces fluye en partes, hasta como vapor y entonces la gente allí se mueve y se despierta”. Estamos, querido lector, en la laguna Estigia, en el Infierno de Dante Alighieri. ¿Dudas aún? La primera visión de Xul en el libro de los San Signos está divida en pasos o capítulos, como las restantes, pero en este caso son cuatro. En el segundo paso o segundo capítulo, Xul ve “una ciudad de fuego, armazones, múltiples pisos distintos, edificios especiales…” No se hace difícil pensar en la ciudad cuyas casas Dante compara a mezquitas que el fuego enrojece por dentro,  la ciudad de Dite -“con gran turba, con habitantes graves”- del Canto VIII del Infierno. Ve Xul también árboles de fuego, alambres de fuego, y el dios que lo guía se hincha de fuego. En el siguiente capítulo, habrá de atravesar el fuego purificador, como Dante en la cima del Purgatorio; y en el cuarto y último verá por fin “un núcleo de luz dorada (que) irradia rayos de luz dorada llenos de seres, con múltiples otros núcleos”, muy semejante a las visiones de Dante en el Paraíso, especialmente en los cantos XX al XXIII; y una voz dice: “dios es el dios de todo y el globo de todo”, en lo que se resume la teología que laboriosamente Alighieri desarrolla en los treinta y tres cantos del tercer libro de la Comedia.

Mímesis y sincronicidad. Debemos creer que en un mediodía, el 5 o el 6 de febrero de 1926 (así está datada esta visión, y todas las otras están datadas), tres años después de la traducción del I Ching al alemán por parte de Wilhelm, es decir, en un mediodía porteño de verano, probablemente hinchado y húmedo, Xul soñó el mismo viaje de Alighieri, a través de la Inocencia, del puro proceder a instancias del Cielo; de una genuina búsqueda. Y con todo, Xul ha querido conformar la Estructura: por una razón que ahora no nos resulta difícil adivinar, puso esta visión como pórtico de las otras, que repiten una y otra vez extraños caminos entre hecatombes, rocas, restos, desiertos, raras construcciones y raros animales, ángeles, demonios, altares, “multitudes bermejas”, el hexagrama (el signo mismo) que “se mueve, vibra, tiembla”, un ave que lo porta como Gerión a Dante y Virgilio. No estamos entonces ante un desciframiento, ante una interpretación, una lectura, de los signos, sino ante los signos mismos, materiales, contantes y sonantes. Estamos ante una materia que es lingüística y es materia. Deberíamos interpretarla, pero, ¿por qué? Dice Xul en su visión de una masa viviente como “lava cristalina”, colocada bajo el signo XXXIII del I Ching (Tun, que Wilhelm traduce como “La retirada”): “son viejas memorias y experiencias condensadas, que en el mundo corresponden a una biblioteca de muchos libros que son como léxicos en una lengua extranjera que no sé y dejo para otro momento”.

La búsqueda espiritual en lo material, lo bajo corrompiendo lo alto: tal la obra. Voces escucha Xul, entre otras una telepática que le dice: “escucha no desde afuera hacia adentro sino desde adentro hacia afuera”; la misma que le indica cómo han de ser “los hermanos y hermanas mayores”: “todos en cada uno, y cada uno en todos y en todo”. La vía de la panlengua latinoamericana es pues la vía del panteísmo y de la alteridad. Significativamente -esta vez sí, a mi entender- esto está puesto bajo el signo II del I Ching: Kun, “Lo receptivo”, que se constituye con el signo básico de la tierra, duplicado.

De estos viajes, Xul ha de volver con frecuencia a la tierra (debe entenderse a sus mediodías, tardes y anocheceres porteños) como si nunca se hubiese ido, igual que Dante. Pero en su caso, volverá de repente, con una simple onomatopeya: ¡zas!



lunes, 23 de marzo de 2015

La vida de Samuel Johnson de James Boswell
Por Jorge Fondebrider

El siglo XVIII inglés transcurrió durante los reinados de la reina Ana (última del linaje de los Estuardo, bajo cuyo gobierno –1702-1714– los reinos de Inglaterra y de Escocia se constituyeron en el Reino Unido de Gran Bretaña), de Jorge I (el primer monarca de Gran Bretaña e Irlanda de la casa de Hanover; 1714-1727), de Jorge II (hijo del anterior; 1727-1760) y de Jorge III (el primero de los monarcas alemanes de Inglaterra nacido en la isla; 1760-1820).

La segunda mitad de ese siglo –la correspondiente al apogeo de las ideas iluministas y al comienzo de la Revolución Industrial– es la época del filósofo David Hume, del historiador Edward Gibbon, del economista Adam Smith, del científico Joseph Priestley y de grandes narradores como Henry Fielding, Oliver Goldsmith y Laurence Sterne, y del extraordinario grabador y pintor satírico William Hogarth. Son los años en que los Fragmentos de antigua poesía vertidos del gaélico al inglés, del falsificador literario James MacPherson, los poemas del monje medieval Rowley, realmente escritos por el poeta Thomas Chatterton, y el Matrimonio del Cielo y el Infierno, del poeta y acuarelista William Blake, anticipan el Romanticismo. También es el momento en que alcanza su máxima fama el lexicógrafo, crítico, poeta y moralista inglés Samuel Johnson y en que el escocés James Boswell escribió su Vida de Samuel Johnson.

El Dr. Johnson y Borges 
Hijo de un librero y, por lo tanto, de origen modesto, Samuel Johnson (1709-1784) nació en Lichfield, Staffordshire. Según resume Jorge Luis Borges en su Introducción a la literatura inglesa, “fue maestro de escuela y, a lo largo de una vida que al principio fue trabajosa, adquirió una erudición vasta y desordenada. En 1735 tradujo, por encargo, Un viaje a Abisina del padre Lobo, de la Compañía de Jesús. Ese mismo año se casó. A partir de 1737 vivió en Londres. Diez años después concibió el proyecto de la obra que le daría fama: el primer Diccionario de la lengua inglesa. Creía que había llegado la hora de fijar esa lengua, purificándola de galicismos y manteniendo, en lo posible, su carácter teutónico. Alguien le dijo que el Diccionario de la Academia Francesa había exigido la labor de cuarenta académicos; Johnson, que despreciaba a los extranjeros, contestó: ‘Cuarenta franceses y un inglés; la proporción es justa’. Ocho años le tomó esa tarea, que lo hizo famoso y le valió el apodo de ‘Dictionary Johnson’, doble referencia al tamaño del autor y del libro. En 1762 recibió del rey una pensión anual de trescientas libras. Desde entonces, con algunas interrupciones, renunció a la literatura escrita y se entregó a la oral. Conversador brillante y autoritario, fundó un cenáculo cuyos miembros lo llamaban, a sus espaldas, la Osa Mayor. (...) Johnson publicó Las vida de los poetas, que incluyen una biografía hostil de John Milton, y una edición de las obras de Shakespeare, a quien defendió de los ataques del pseudoclasicismo. Boileau, que sostenía las tres unidades aristotélicas, de lugar, de tiempo y  de acción, había escrito que era absurdo que, durante el primer acto de una tragedia, el espectador se creyera en Atenas y, durante el segundo, en Alejandría; Johnson replicó que el espectador no estaba loco, que no creía estar ni en Alejandría ni en Atenas sino en el teatro”.

Como puede comprobarse por la naturaleza de los datos consignados por Borges, Samuel Johnson le resultaba inevitable al autor de Ficciones. Fue también el caso de muchos otros artistas e intelectuales, a quienes, antes y después, les pasó otro tanto, a tal punto que, después de Shakespeare, Johnson es el autor más citado de la lengua inglesa. Sin embargo, como bien señala el crítico italiano Mario Praz, “mucho más que en sus obras, que testimonian un ingenio vasto y diverso, pero que en ninguna campo –excepto, quizás, en el de la crítica– alcanzan la excelencia, la robusta personalidad del doctor Johnson emerge con toda su fascinante imponencia en la clásica biografía (...) del escocés James Boswell”.

Boswell, Strachey y Savater 
De acuerdo con la escueta noticia que sobre él nos da en Retratos en miniatura el agudo historiador Lytton Strachey, James Boswell (1740-1795), “era un individuo de lo más sorprendente, descendiente de barones escoceses y de hidalgos rurales, e hijo de un inteligente abogado de la Escocia meridional, pero él fue un artista, un derrochador, un bufón, un apasionado de la literatura, y carecía de cualquier clase de dignidad. Así había nacido y así permaneció; la vida no le enseñó nada, nada tenía que aprender; su destino se había fijado, de manera inmutable desde el comienzo. A los veintitrés años descubrió al Dr. Johnson. Un año más tarde escribía al doctor desde Wittemberg, ‘desde la tumba de Melanchton’: ‘Este papel se apoya en la lápida de aquel hombre grande y bueno... Sobre esta tumba, pues, ¡mi siempre querido y respetado amigo, le juro fidelidad eterna!’ El resto de la vida de Boswell fue la historia del cumplimiento de aquella promesa”. Después de coquetear con Voltaire, Rousseau y el general Paoli –jefe de los milicianos corsos, por ese entonces, en lucha por su libertad–, Boswell se decidió por Johnson. Ni su Relación de Córcega (1768), ni Dorando (1767), ni los setenta ensayos que conforman El hipocondríaco (1771-1783), ni su oda en pro de la esclavitud –según la cual su abolición cerraría las puertas de la misericordia a la humanidad, ya que, como subraya Borges, “induciría a los negros de África a matar a sus prisioneros, en lugar de venderlos a los blancos”– le valieron una gran reputación. Sin embargo, La vida de Samuel Johnson, dos gruesos volúmenes publicados en 1791, lo volvieron un autor insoslayable.

La vida de Samuel Johnson
Desde su publicación, la biografía del Dr. Johnson de Boswell –que, en rigor, no es la primera, ya que la preceden otras cuatro, firmadas por otros tantos biógrafos– gozó del inmediato favor del público. De los 1750 ejemplares de la primera edición, rápidamente se vendieron 888, lo que da una clara idea del éxito que tuvo.

Esta crónica minuciosa de más de veinte años de acompañar a Johnson a sol y a sombra, reconstruyendo su pasado y dejando asentado su presente hasta en los más mínimos detalles ha hecho por la reputación del Dr. Johnson mucho más que cualquier otro libro que el biografiado haya escrito. “Lo más admirable de este libro –comenta Fernando Savater, gran aficionado al volumen– es la notable insignificancia de casi todo lo que Johnson dijo o hizo en su vida, fuera de sus trabajos estrictamente filológicos. En una época de ingenios libertinos y subversivos, los comentarios del bueno de Johnson sobre casi todo lo humano y parte de lo divino son los de un cascarrabias conservador y xenófobo, monógamo, infaliblemente filisteo (entre los nuevos valores sólo detesta a los mejores: Laurence Sterne, Adam Smith, David Hume, los revolucionarios americanos...), aunque a veces capaz de sentido común: ‘no hay nada de lo ideado hasta ahora por los hombres que produzca tanta felicidad como una taberna’; ‘el patriotismo es el último refugio de los bribones’, etcétera. Pero Boswell consigue el arrobo del lector a base de una imperturbable acumulación de minucias. Nada escapa a su recensión detallista, ni la dieta de Johnson, ni la apariencia y calidad de su peluca, ni sus momentos joviales o enfurruñados, ni la cháchara venial con sus amigos, ni el trayecto de sus paseos, ni sus relaciones con la servidumbre, ni sus indigestiones, ni... Pegado a los talones del insoportable erudito, Boswell todo lo ve, todo lo oye y todo lo cuenta en su prosa cristalinamente exacta, como un omnisciente dios chismoso. Cuando le falta material, azuza a su vigilado con preguntas triviales o desconcertantes (‘si le encerraran a usted en un castillo con un recién nacido, ¿qué haría?’) a las que hoy sus herederos nos tienen ya acostumbrados. El resultado es tal apoteosis de la indiscreción irrelevante que el lector se sume en una especie de éxtasis, como cuando se lee de cabo a rabo cinco periódicos seguidos y se va toda la mañana sin notarlo”.

En esta conducta de Boswell, Borges –quien, por caso, tanto ha hecho por las leyendas de Macedonio Fernández y Xul Solar– ve otra cosa. Nos dice que el biógrafo “crea una especie de comedia con dos personajes centrales: Johnson, siempre querible y no pocas veces ridículo; Boswell, casi siempre ridículo y maltratado”, y añade: “Quienes, como Macaulay, han declarado que Boswell fue un imbécil, olvidan que los ejemplos alegados a favor de esta tesis proceden de la obra de Boswell, que los intercaló con el deliberado propósito de ser la figura cómica de su libro. Bernard Shaw, en cambio, celebra en Boswell al autor dramático que para nosotros ha creado la perdurable imagen de Johnson”.

Las ediciones en castellano 
A pesar de la enorme importancia de las ediciones en inglés, las traducciones al castellano se hicieron esperar algo menos de doscientos años. La primera edición parcial fue la de la casa Calpe y data de 1949. La tradujo Antonio Dorta, quien, asimismo, se ocupó de seleccionar 181 fragmentos de total que, en 1998, acompañados por un prólogo de Fernando Savater, reeditó Espasa Calpe de Madrid. Más recientemente, en 2007 la misma editorial publicó una edición traducida por José Miguel Santamaría, Cándido Santamaría y Martín Pérez López Heredia. Sin embargo, la que tiene todas las posibilidades de ser considerada como la versión canónica es la que, ese misma año, con traducción y edición erudita de Miguel Martínez-Lage, un prólogo académico de Frank Brady (en realidad, uno de los capítulos de su libro James Boswell: The Later Years, 1984) y una profusión de notas y notículas ocupa las 1.989 páginas que la editorial Acantilado le ha destinado. Su lectura, por momentos francamente amena, ilustra cumplidamente sobre el genio del Dr. Johnson y sobre las razones por las cuales hasta el día de hoy se considera a este libro como una de las mejores biografías que se hayan escrito jamás. Si se supera el escollo del precio, vale la pena.

sábado, 21 de marzo de 2015

Un obús cayendo despedaza de Andrés Ehrenhaus
Por Marcelo Cohen


Un poco de historia. El primer libro de cuentos de Andrés Ehrenhaus se llamaba Subir arriba, redundancia muy querida por el habla española, e incluía una novelita, “La obra en progreso”, que empezaba así: “En la equívoca calidez de la clandestinidad, un número de personas intenta elaborar una mitología nacional”. Este precioso equilibrio de nitidez seductora, patinazo coloquial y acopio de todo tópico, del de la peluquera al joyceano, era el transporte —si no el pasajero— de una inventiva indiscriminada. En ese cuento había una mujer (“Dalia, Hipermétrope o, mejor, Yoshuhiro”) de belleza “tan radiadora e irradiante” que rebotaba en las paredes y las iba manchando de amarillo. Años después y otro libro de por medio, apareció La seriedad, un popurrí de extranjerismos distorsionados y disparates que revelaban, como al descuido, tragedias estúpidas, indolencias letales y una gran variedad de planos de vida, humana y animal. Uno soltaba carcajadas, como con Vian, O’Brien o Copi, pero a veces se reía de nervios. Con Tratar a Fang-Lo (la curación de un procrastinador crónico en una mezcla de centro terapéutico, gimnasio punitorio y spa porno), las historias de Ehrenhaus evolucionaron hacia una falta completa de referentes; a series de sucesos de sustancia puramente verbal que sin embargo hacían eco en la experiencia. En ese camino, Un obús cayendo despedaza (Malpaso, 2014) da un giro, o varios. Si antes a Ehrenhaus le parecía crucial que no todo lector entendiera el chiste, este libro es un muestrario flagrante de chapuzas catastróficas, inocencias, malicias, pretensiones, papelones y prodigios involuntarios de sudacas en su tierra o en el Viejo Mundo, y también de españoles por doquier, que cualquiera medianamente informado al respecto podrá reconocer en seguida. Menos sabrá cualquiera, hasta que lea a escritores como Ehrenhaus, que la savia de todo despropósito es el lenguaje, trátese, como aquí, de la confusión de dos santones ante un genio que ofrece Nirvana inmediato, de la lucha de las mujeres de una editorial por vencer la indiferencia sexual de un empleado modélico, o del arrebato goleador de un referí español de segunda, una noche de lluvia, contado por un jugador exquisito y novelero. Que un dúo argen-hispano de viajeros mandapartes descubra en un cementerio europeo la tumba de un otro Adolf Hitler no parece una invención, porque para qué inventar una historia así, sin desenlace, consecuencia ni moraleja. Sólo que con el método Ehrenhaus el tradicional me contaron que… se restaura y la superficial rodaja de vida se vuelve fábula sospechosa de profundidad. Narración ágil y dilación manipuladora, fusión del argentino y el español, refranes trucados, planchado de galicismos, anglicismos y demás, troceado y cocción del lugar común, licuado de la cita de altura y la vanidad cultural, bufonadas imposibles de concebir sin una biblioteca ancha y la curiosidad de un traductor, cambios de ritmo, pizzicatos y deslices de la guarangada a la gran oratoria: Ehrenhaus está insuflado de terror al recurso fácil. Pero antes que destruir el parloteo y la facundia, fuentes de la estupidez, se zambulle en la enormidad del lenguaje y aflora con la anécdota trivial embarrada de sentidos, casi alegorizada. Pone la lengua contra sí misma, y la lengua baila; como loca. Cierto que bailes hay montones, y siempre la ilusión de un contenido es fugaz, fungible; pero cuando las piezas de Ehrenhaus terminan, parece que en el aire de la sala quedase algo de lo que verdaderamente somos: una insistencia sentimental que no cuaja; una tentativa aparatosa y de vez en cuando enternecedora.

viernes, 6 de marzo de 2015

Atlas de islas remotas de Judith Schalansky
por Jorge Fondebrider

               Judith Schalansky
Judith Schalansky (Greifswald, Alemania, 1980) es narradora, editora y diseñadora de libros. En 2009 publicó  Atlas der abgelegenen Inseln  [Atlas de islas remotas] un muy bello volumen que lleva como subtítulo: “Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré”. El libro tuvo un éxito inmediato y trascendió las fronteras de su país. Para 2010 ya había una versión en inglés y nuevamente la atención de la prensa. Quien escribe estas líneas, vio el libro recomendado como libro del mes en la cadena de librerías Waterstone de Gran Bretaña en 2011. En España se tradujo a fines de 2013 y esa edición, publicada a cuatro manos por Capitán Swing y Nórdica, dos de los sellos españoles que, a pesar de sus traducciones, mejores catálogos ofrecen, acaba de llegar al Río de la Plata. 

El libro de Schalansky presenta una división por océanos (Glacial Ártico, Atlántico, Índico, Pacífico y Antártico) y luego, a razón de una cada dos páginas, la isla en cuestión, cuyo perfil cartografiado puede versa en las páginas impares. “Los mapas –escribe la autora en el prefacio– pueden o bien despertar ansias por viajar y conocer países nuevos, o bien apaciguar ese deseo, especialmente cuando la satisfactoria experiencia estética de recorrer un mapa con ojos y dedos logra reemplazar el viaje real. Pero consultar un atlas siempre  supone mucho más que cualquier viaje: todo el que abre sus páginas no se contenta sólo con observar lugares exóticos y aislados, sino que desea traer el mundo entero ante sí, de una vez y sin litaciones.” Es lo que hace la autora en la páginas pares, donde, además de una brevísima cronología, incluye algún tipo de información sobre la isla: puede tratarse de un detalle físico, de una historia ligada a su colonización, de una referencia al pasar que dé cuenta de un suceso extraordinario o del todo ordinario que allí haya sucedido. “Preguntar sobre la veracidad de estos relatos no es pertinente –señala Schalansky en la introducción–, ya que no se le puede dar una respuesta definitiva. No he inventado ni un solo hecho de estas páginas, sino que los he encontrado todos ellos en narraciones de otros. Descubrí estas historias y las hice mías, como hacían los antiguos marinos con las tierras recién descubiertas”. En síntesis, se trata de un recorte interesado que, a la manera de los textos oblicuos de Georges Perec, deposita en la mente del lector datos inútiles y del todo encantadores.




Islas remotas y extremos

El Diccionario de la Real Academia, con su acostumbrada torpeza, define “isla” como “Porción de tierra rodeada de agua por todas partes”. Y más abajo aclara que “islas adyacentes” son las que “aun apartadas del continente, pertenecen al territorio nacional, como las Baleares y Canarias respecto de España, y las que se consideran parte de tal territorio”. Esto nos permite inferir que una cosa es el mundo físico y otra el político. Las islas no necesariamente forman una unidad física con el país que las reclama como propias, pero en virtud del colonialismo europeo –que, hay que aclarar, no es el único colonialismo posible–, la mayoría de ellas fue reclamada por los países dominantes en épocas en que el mundo se repartía entre unos pocos.


Siguiendo con el juego del diccionario, “remoto es un adjetivo que puede utilizarse con dos significados diferentes. Por un lado, el término permite referirse a aquello que se encuentra a una cierta distancia, retirado o alejando. Por otra parte, lo remoto es algo que resulta inverosímil o que es muy poco probable que suceda”. Ambas acepciones sirven para interpretar el libro de Schalansky y para imaginar, de algún modo, que se tratar de lugares extremos. Y de las varias acepciones que encierra la palabra “extremo” vale la pena conservar ésta: “1) Que está en el grado máximo de cualquier cosa. 2) Excesivo, sumo, mucho. 3) Distante, con respecto al punto en que se sitúa el que habla”. Si una o varias de ellas se emplearan para definir los puntos más extremos de la Tierra, resultaría que la isla de Kaffeklubben, cerca de la costa noroeste de Groenlandia, es la porción de tierra firme más septentrional, en tanto el Polo Sur Geográfico (90º 0’ 0’’ S 0º0’0’’ E) es el punto más austral de la Tierra. Luego, que el meridano 180º es el punto más al este y más al oeste del globo. Y en lo que alturas se refiere que el Monte Everest es la montaña más alta respecto al nivel del mar (8.450 metros), el Mauna Kea, la más alta respecto a su base (10.203 metros), el Chimborazo, la más alejada del centro de la Tierra (6.384 kilómetros), el abismo Challenger, el punto más profundo bajo el nivel del mar (10 911 metros); el Mar Muerto, el punto en tierra firme a una menor altura (418 metros bajo el nivel del mar). Por último, queda mencionar el Golfo de Guinea que por su posición (0º 0º), no es ni norte ni sur, ni este ni oeste.


¿Qué pasa con las islas extremas; vale decir, con aquéllas que por su latitud y longitud están fuera de la órbita de un continente determinado y tendemos a pensar como fin del mundo? Nada: se las queda el que primero las reclamó, o el que tuvo la fuerza para echar al que primero las ocupó, o se abandonan a su suerte más o menos para siempre. Algunas tienen incluso ciudades, como Tierra del Fuego, donde es posible comerse la hamburguesa del fin del mundo, sentado en un bar del fin del mundo, según dicen los prospectos turísticos.

 

El fin del mundo


En general, cuando se habla del fin del mundo, se tiende a pensar en términos escatológicos; vale decir en cualquiera de las distintas creencias referentes al fin del tiempo. La idea suele estar ligada a un hecho culminante –el Ragnarök de los pueblos nórdicos, el sueño de Brahmā y la destrucción parcial del Universo, el Juicio Final de los judíos, cristianos y musulmanes, etc.– y a algún tipo de castigo o recompensa que involucra a la humanidad. Pero “mundo” es un concepto que encierra muchos significados. En una de sus acepciones se refiere exclusivamente a la forma física de la Tierra. Y así como es difícil pensar en un tiempo infinito, también lo es pensar en una tierra infinita. Los seres humanos necesitamos contar con al menos alguna referencia que nos ayude a tolerar el vértigo que trae consigo la incómoda idea de infinito, un concepto más bien abstracto para expresar aquello que no tiene ni puede tener término o fin.


Durante la Antigüedad hubo cientos de hipótesis sobre los lugares donde se terminaba el mundo, para lo cual, entre otras cosas, se buscaba ubicarlo en algún lado y definirlo. Tales de Mileto (circa 625/24-547/6 a.C.), por ejemplo, proponía una tierra estática con forma de disco flotante, rodeada por un océano. La idea había sido tomada de los caldeos, un pueblo que había prosperado en el extremo sudoeste de la cuenca de los ríos Éufrates y Tigris, en la Mesopotamia asiática. Anaximandro (610-545 a.C.), también hablaba de una tierra plana que, al estar en posición central, no podía caer por ningún costado, lo cual –por qué no admitirlo–, ofrece una cierta seguridad. Por su parte, Anaxímenes (c 584-524 a.C.), un discípulo de Tales, pensaba que la Tierra era ancha, plana y de poco espesor, prácticamente como una mesa que flotaba en el aire. Parménides (540-470 a.C.), en cambio, fue el primero en hablar de una Tierra redonda, concepto que, con variaciones, también manejará Pitágoras (569-475 a.C.) y, de manera más categórica, Aristóteles (382-322 a.C.), quien habló de un Cosmos esférico y finito, que tenía a la Tierra como centro, y Eratóstenes (276-194 a.C.), quien fue el primero en determinar de manera bastante precisa el tamaño de la Tierra. Ya en el siglo I d.C., Claudio Ptolomeo (100-170) –el mismo que planteó un sistema del Universo con la Tierra ocupando la posición central– empleaba el sistema de latitud y longitud que utilizarían los cartógrafos posteriormente. Con todo, a los Padres de la Iglesia y sus secuaces no les resultaba cómodo que el mundo no se acomodara a las enseñanzas de la Biblia. Entre las principales voces disidentes hay que mencionar a Lactancio (circa 245-325), a San Basilio de Cesárea (329-379), a Juan Crisóstomo (344-408), a Diodoro de Tarso (de quien se sabe murió en 392), a Severiano de Gabala (muerto en 408), y a Cosmas Indicopleustes (del cual solo se sabe que, alrededor de 550, escribió una Topografía cristiana, donde se dice que la Tierra es un rectángulo que guarda las mismas proporciones que el tabernáculo del Antiguo Testamento), etc. Todos ellos, fueron debidamente refutados. Luego, entre los siglos XV y el XVII, cuando tuvo lugar la llamada Era de los Descubrimientos, los europeos recorrieron la casi totalidad del mundo, cartografiándolo y, claro, apropiándose de él para sus respectivos países. Siguiendo esa lógica eurocentrista, de a poco, el mundo empezaba a parecerse al que nosotros conocemos.


Entonces, si se supone que ya desde la Antigüedad había un acuerdo sobre la esfericidad del mundo y si esa información atravesó con éxito la Edad Media y la Edad Moderna, ¿por qué persistió la idea de la tierra plana? La explicación es simple y exclusivamente literaria. En 1828, al cabo de una prolongada residencia en Madrid, el escritor estadounidense Washington Irving (1783-1859) publicó The Life and Voyages of Christopher Columbus (Historia de la vida y viajes de Cristobal Colón), una biografía donde se volvía al mito de la creencia en la Tierra plana, y que fue inmediatamente adoptada en las escuelas, convirtiéndose en libro de texto. Allí apareció lo del huevo de Colón, los amotinamientos de los marineros que temían caerse del mundo si seguían navegando hacia el oeste, etc. La cuestión saltó de las escuelas estadounidenses al mundo entero y hete aquí que un día ya eran cientos de miles las escuelas del mundo entero en las que se enseñaba que antes de Colón se creía que la Tierra era plana, sin asociar esta idea con el hoy poco frecuentado autor de los Cuentos de la Alhambra. De todos modos, Irving no fue el único en difundir ese punto de vista completamente ahistórico. Con diversos matices, persistió en las polémicas generadas por el creacionismo, así como en los increíblemente ridículos conflictos entre protestantes y católicos. Dos buenos ejemplos son History of the Conflict Between Religion and Science (Historia del conflicto entre la religión y la ciencia ; 1874), de John William Draper (1811-1882) e History of the Warfare of Science with Theology in Christendom (Historia de la guerra entre la ciencia contra la teología de la cristiandad ; 1896), de Andrew Dickson White (1832-1918). Hubo otros.

 

Antípodas    

                                        

Ahora bien, con un mundo decididamente esférico y la progresiva evidencia, fomentada por los viajes y las conquistas, de la existencia de otros pueblos del todo ajenos a los que ya se conocía, se comenzó a tratar de dotar al mundo de una estructura global. Hubo distintas teorías. A Aristóteles se le atribuye haber imaginado un único mundo –el nuestro– situado en el medio de un Océano planetario. Otra teoría, atribuida al cartógrafo Crates de Matos (180-150 a.C.), proponía cuatro conjuntos continentales, uno en cada cuarto de la esfera terrestre, separados por el océano. Una de estas islas era el Ecúmene y reunía a Europa, Asia y África. Para este esquema Crates acuñó el término  antípodas, que nombraba el lugar de la superficie terrestre diametralmente opuesto a donde se sitúa un punto de vista determinado–, posteriormente, adoptado por Ptolomeo y otros. La misma idea, pero reducida, planteaba un mundo dividido en dos masas continentales, una en el hemisferio norte y la otra –completamente simétrica– en el hemisferio sur, que se llamaba Antichtone (la “tierra opuesta”), otra forma de llamar a las antípodas. Hubo una cuarta teoría atribuida a Ptolomeo, que, contrastando con lo anterior, sostenía la existencia de una masa continental continua que encerraba el océano en su interior. Cada una de estas ideas tuvo su hora de gloria. Con todo, terminó por imponerse la teoría de las dos masas continentales. Ésta, a su vez fue combinada por Macrobio (quien vivió en el último cuarto del siglo IV d.C.) con una antigua teoría, atribuida a Parménides, que dividía al mundo en zonas climáticas que permitían o no que el mundo fuera habitable: el norte y el sur extremos no eran habitables; tampoco el ecuador; sí la zona templada al norte y al sur de éste. Eso implicaba que, “del otro lado” hubiera gente que vivía como quienes vivían en la zona templada norte, algo que, para muchos Padres de la Iglesia, resultaría inadmisible. El ya citado Lactancio negó las antípodas porque la gente no podía vivir cabeza abajo, por lo que resultaba claro que en el hemisferio sur no vivía nadie. Haciendo un esfuerzo mayor, San Agustín (354-430) escribió en De Civitate Dei (La ciudad de Dios), sobre la imposibililidad de que existieran hombres que vivieran en el lado opuesto de la tierra, “donde el sol se levanta cuando para nosotros se pone, hombres que caminan con sus pies opuestos a los nuestros”. Para negarse a creer en tal prodigio, sostuvo que no existía conocimiento histórico alguno que probara que del otro lado del mundo había algo más que agua.  Suponer lo contrario, o el difícil cruce del ecuador, eran meras conjeturas, ya que las Escrituras no hacían ninguna mención del caso. Esta argumentación fue tan poderosa que incluso diez siglos más tarde se seguía utilizando. Tal fue el caso de Alonso Tostado (circa 1400-1455), obispo de Ávila, quien planteaba una curiosa disyuntiva: o Cristo apareció en la Tierra por segunda vez –algo impensable, porque, si así hubiera sido, ya nos habríamos enterado–, o los habitantes de las antípodas estaban condenados al infierno. Como ninguna de las dos alternativas parecía lógica, las antípodas debían estar deshabitadas o bien, como imaginó el cartujo Gregor Reisch (1467-1525), en su célebre enciclopedia Margarita philosophica (1503), habitadas por monstruos inimaginables. Para tranquilidad de todos, hoy se sabe que el 96% de los lugares del mundo tienen su antípoda en el mar. A la Argentina le tocaron partes de China, Rusa y Mongolia. Al Uruguay, el Mar Amarillo.

 

De nuevo las islas


Pero volviendo atrás por un momento, vale la pena recordar que antes de que el mundo fuera el que hoy conocemos, ya existía a su modo. Si nos atuviéramos al caso de la civilización griega –considerada como la cuna de Occidente–, habría que decir que ésta, asumiendo diversas manifestaciones, se extendió entre el 1900 a.C. hasta el 146 a.C., fecha de la conquista romana. Ese lapso atraviesa los períodos pre-homérico, homérico, arcaico, clásico y helenístico, sin que a lo largo del mismo se haya configurado una unidad política permanente. No obstante, los límites fueron precisos: al norte, Iliria y Macedonia; al sur, el Mar Mediterráneo; al este, el Mar Egeo, y al Oeste, el Mar Jónico. Por lo demás, para ese conglomerado de pueblos, el mundo empezó siendo una suerte de disco rodeado por un océano, que era el límite de todo. De ahí a pensar el mundo como una isla había un paso, y ese paso, como ya vimos, se dio. Luego, los descubrimientos geográficos fueron modificando los criterios de realidad planteados por los mitos. Geógrafos e historiadores mediante, se definió que el Mar Egeo, el Estrecho de los Dardanelos, el Mar de Mármara, el Estrecho de Bósforo y el Mar Negro, separaban a las tierras aledañas de esos accidentes geográficos, y que después las fronteras comenzaron a crecer hacia el este y el oeste para llamarse Europa y Asia, respectivamente.


Para la época romana, esa isla que era Europa ya había ampliado considerablemente sus márgenes en todas direcciones, pero la creencia de que el mundo físico se terminaba en algún lado persistía. De hecho, ese lugar –que a la sazón fue muchos lugares– solía denominarse finis terrae (el fin de la tierra), y se ubicaba en el Extremo Occidente, lo que es decir la actual España. Y después había islas, y algunas de esas islas que los descubridores empezaron a poner al sur, al norte, al este y al oeste del mapa, eran de verdad. Tanto es así que, desplazando para siempre a otros accidentes geográficos continentales, algunas de ellas, las más alejadas de las metrópolis centrales, empezaron a cumplir el papel de fin del mundo. De algunas versiones de eso, en síntesis, trata el libro de Schalansky.

 

miércoles, 4 de marzo de 2015

El libro de los símbolos de autores varios

por Jorge Aulicino


En la página 82 de Borges, ese mamotreto de la contracultura ilustrada, Bioy anota la vacilación de Jorge Luis Borges ante unos versos de Leopoldo Lugones:


y a nuestros pies un río de jacinto

corría sin rumor hacia la muerte.


“¿Vos creés que tenía razón Ibarra? ¿Qué el río de jacinto es el semen? Bioy: ¿Qué otra cosa puede ser?”

El episodio es verosímil. En varias ocasiones Borges dejó entrever que, en su concepción, las metáforas están hechas de términos intercambiables. En la metáfora no podría haber ambigüedad. Le molestaba, al parecer, que en un soneto de Quevedo “la sangrienta luna” pudiera ser el satélite natural de la Tierra, teñido de rojo, o la media luna de los estandartes moros. Tal vez tenía razón. Pero en aparatos verbales más complejos la correspondencia perfecta no es posible. Tales dispositivos tienen la propiedad del símbolo. Son abiertos, aunque no ilimitados. Y no son reducibles a una frase o a una imagen a la que, se supone, están reemplazando. No todas las figuras poéticas son del tipo “las perlas de su boca = dientes brillantes”. Los símbolos no lo son nunca.

Con palabras del dominico alemán Meister Eckhart (c.1260-1328) se abre la obra colectiva El libro de los símbolos: “Cuando el alma quiere experimentar algo, lanza una imagen frente a sí y después entra en ella”. Según el prólogo de este volumen, la mitad de grueso que el Borges, tales palabras explican “por qué un libro de símbolos tiene importancia en un mundo tan caótico y complejo como el nuestro”. Implica que un libro ordenado de símbolos contribuiría a aclararnos el caos, siendo que la mayor parte de la gente no parece esperar aclaración alguna, aunque de algún modo reza para que el mundo no se desmorone. Ahora bien: ¿de qué modo reza? Sin duda a través de símbolos que diariamente reproduce y consume. La cuestión es esa. El consumo no ritual.

Pero comencemos por aclarar que El libro de los símbolos tiene una historia desencadenada por la existencia de una suerte de club cuyo socio más prestigioso era el psiquiatra Carl Jung. El autor de la obra –aunque figura una larga lista de colaboradores y ha habido una editora, Karen Arm- es el ARAS, el Archivo para la Investigación en Simbolismo Arquetípico, por sus siglas en inglés. Tal Archivo comenzó a nutrirse con las imágenes que Olga Froebe Kapteyn colgaba en una sala de conferencias en la ciudad de Ascona en Suiza, donde anualmente se reunieron eruditos de diversas disciplinas a partir de 1930 y a lo largo de casi todo el siglo pasado. Nuestro Jung tenía 55 años en 1930 y era una personalidad reconocida. A tal punto influyente, además, que el banco de imágenes nacido de aquellas reuniones suizas terminó por recibir un nombre que hace mención a una de las ideas centrales de su “psicología profunda”: el arquetipo. Actualmente el Archivo tiene su sede en el Centro C. G. Jung de Nueva York.

El libro es una primorosa edición, con bordes calados para acceder directamente a sus secciones, como una agenda telefónica de lujo. La tipografía es un poco pequeña, la concepción de los artículos, enciclopédica. El orden no es alfabético, y va de lo alto a lo bajo, del macro al microcosmos. Se inicia con los símbolos de la Creación, el universo, los elementos y la geografía, sigue con los del reino vegetal, los del animal, desde las criaturas primordiales a los animales domésticos, los del mundo humano y los del espiritual. Se diría que está concebido como un mandala, de los que gustaba pintar Jung, puesto que el universo espiritual inevitablemente desemboca en el Cosmos. El primer símbolo es sin más el huevo, aunque ninguna mente racionalista diría que el huevo pertenece al orden de las estrellas o de los accidentes geográficos, y se cierra con el arquetipo del antepasado, habiendo recopilado en sus capítulos finales los fantasmas, la descomposición y la transformación. La idea es absolutamente oriental, pero cala en los símbolos del cristianismo. Incluye, claro está, la Crucifixión, con sus connotaciones alquímicas y su invocación de la Rosa de los Vientos. En el orden elegido, la Crucifixión precede a los símbolos de la muerte y la metamorfosis.

No ver la sombra de Jung es imposible, puesto que, casi siempre al final, cada comentario o entrada reflexiona sobre lo que el símbolo representa desde el punto de vista psíquico, con lo que el texto cobra por momentos visos de comentarios interpretativos de los que suelen componer los libros populares para el entendimiento de las cartas del Tarot o del I Ching. Esto es: si en sus sueños o en su vida diaria usted se topa a menudo con la Cruz, su espíritu está atravesando un gran sufrimiento, que es a la vez un proceso de transformación. Diríase, en fin, una manual de psicología profunda.

El libro da por sentado que todos sabemos qué es un símbolo, o que todos estamos contestes acerca de qué se trata la cuestión.

No lo estamos, y ese es el problema. No lo está el propio cuerpo de redactores.

Hacia finales de su vida, Jung aceptó escribir un libro con fines de divulgación. En 1959, tuvo contacto por primera vez con John Freeman, a quien la BBC le había encargado una entrevista “a fondo” con Jung.  El editor Wolfgang Foges vio la entrevista y rogó a Freeman que rogara a Jung un libro que pusiera su doctrina al alcance de la gente más o menos ilustrada. Jung no aceptó. Sin embargo, las numerosas cartas que inundaron su buzón en Küsnacht, Suiza, después de que se trasmitiera la entrevista, y un sueño en que se veía en el Ágora, al que juzgó premonitorio, lo inclinaron a aceptar la oferta de Foges. Hizo el plan del libro y encomendó cuatro artículos a cuatro integrantes de su círculo íntimo, tres de ellos, mujeres; se reservó la redacción de la primera parte de la obra. Le puso el punto final apenas unos meses antes de su muerte, en 1961. El libro apareció en 1964 con el título que había previsto: El hombre y sus símbolos. Si debemos considerarlo al mismo tiempo una simplificación y la quintaesencia de sus ideas –al fin y al cabo el lenguaje corriente es el auténtico metalenguaje-, no surge del artículo que redactó el propio Jung un concepto lineal acerca de los símbolos. No sólo no se trata de “una cosa por otra” (¿qué más podría ser?, diría Bioy), sino que ni siquiera a los fines interpretativos de las angustias humanas pueden los símbolos ser analizados en otro contexto que no sea aquel en el que aparecen. Jung tuvo un sueño en el que descendía, desde lo alto de su propio cuarto, a una catacumba en la que había antiguas osamentas. Freud –dice Jung- vio en este sueño el deseo inconsciente de la muerte prematura del propio Freud. “Yo estaba en esa tumba”, más o menos dijo. Jung comprendió entonces “como en un relámpago” que ese sueño no era de Freud, sino suyo, y que debía afirmarse en su método der explorar el sueño en sí mismo y extraer, en lo posible, su sistema de relaciones, sin imponerle desde afuera ideas abstractas ni mucho menos la personalidad del analista. Jung entonces le mintió a Freud. No quería perder su amistad.

En el comienzo de ese libro, escribió: “La psique no puede conocer su propia sustancia psíquica”, sin contar que “no podemos conocer la naturaleza última de la propia materia”.
De algún modo dejó sentado que la especie humana conoce sí, pero conoce los símbolos. No una cosa por otra, sino una sustancia que sólo aparece en una cadena de sucesos a los que llamamos símbolos, que son sin duda sucesos de la mente, y que tal vez sean simplemente sucesos inmanentes. Dicho del modo tautológico que mejor parece ajustarse a su realidad: el símbolo es lo que es.

Los aciertos de El libro de los símbolos consisten en una estructura que permite ver justamente aquella cadena sutil que los une. Y la propia cadena es un símbolo comprendido en este tratado: la unión de la pareja humana mediante una cadena en un solo tótem que era entregado a los iniciados en la religión secreta Oshobugo, de la cultura yoruba en África Occidental, es mencionada como símbolo que, afortunadamente, no se cierra en la alusión a la unión de los contrarios, a los lazos de amor y a los pactos inquebrantables, como bien surge del comentario, sino que es de una sustancia que une el cielo con la tierra. El alma encadenada en la tierra. Alma que, por otra parte, es un pájaro omnisciente, pájaro que a su vez también une la tierra y el cielo: el espíritu Santo, la paloma del Diluvio;  y pájaro que sigue siendo numinoso en la forma del cuervo, el primero en volar del Arca (“y envió un cuervo, el cual salió, y estuvo yendo y volviendo hasta que las aguas se secaron sobre la tierra”); los serviciales y sagaces cuervos de Odín.

¿Pero hablamos de representaciones? Si uno camina por el lado de la sombra de este volumen, encuentra en la noche y en el túnel reminiscencias de tránsito. Ambos se conectan extrañamente, en la idea de intervalo, con el eclipse de Sol. Los tres tienen significados parecidos en la alquimia: parecidos, no iguales; remiten a la trasmutación. Del mismo modo, se encuentran ecos de unos símbolos en otros, de suerte tal que el sistema se cierra y abre de manera constante. El Sol es “ojo soberano del dios mayor del antiguo Egipto” y la cobra del desierto no es otra cosa que el Sol. Pero la cobra, llena de oro y de luz, es peligrosa, tanto o más que la noche, a la que el místico San Juan vio “amable, más que el alborada”. La cobra tiene veneno, el que remite a los tóxicos de la Alquimia, para la que Mercurio es dual, en tanto posee el poder de circulación y el de coagulación.
Ahora bien: el libro, sutil en muchos aspectos, carga a menudo el peso del concepto racionalista de que unas cosas simbolizan otras. Así pues, a veces el símbolo vive, otras veces es interpósita persona: el huevo de Pascua simboliza, por ejemplo, “la renovada promesa de Resurrección”.

Vamos al gato. Miniatura de tigre (por lo tanto guerrero entre la luz y la sombra), es sin duda, capaz de encontrar en su silencioso patrullaje por los rincones, por la parte trasera de los muebles, por los techos y canaletas, los aspectos salvajes de la casa (la cueva del ratón, el telar de la araña), pero se acurruca junto a la estufa a la hora del reposo. ¿Espíritu o encarnación de un complejo intelectual? Los egipcios no dudaban: ese discreto personaje que surgió del desierto para salvar sus graneros del asedio de las ratas, es un espíritu. Los monjes budistas, y los católicos, solían apreciar su compañía silenciosa y sus servicios de cazador en la vida conventual, no sin maliciarle, los católicos, un secreto diálogo con la tiniebla. Pero aquí se lo presenta asimismo como el personaje que ronda el hogar como un “mundo ingenioso” en el que “las selvas primordiales brotan invisibles en la salas de estar, los arroyos desbordan de un cuenco de agua y de los alfeizares se alzan rocosos afloramientos”. Tal “mundo ingenioso” no es el mundo del gato, no es el gato. No podríamos apreciar en la mirada del gato el ingenio sino la vivencia directa. ¿El gato como símbolo de nuestra fantasía?

Debemos decidir: los símbolos son representaciones de cuestiones abstractas, de vastas ideas, o bien, simplemente, son el universo en sí mismo. Un gato es lo que representa o es un gato: lo que implica. ¿El símbolo genera la idea o la idea genera el símbolo? Podemos pensar que todo es de este mundo, pero también del otro, o que hay apenas señales de nuestro pensamiento en todo ¿En qué momento de la escala platónica del conocimiento nos situamos? ¿En el de los hombres que contemplan sus sombras en la pared de la caverna, o en el del ascenso a la percepción de la verdad? Que no puede menos que ser mística, o, al menos, mítica.