jueves, 21 de mayo de 2015

Ulises. Claves de lectura de Carlos Gamerro
Por Jorge Fondebrider

Autor de las novelas Las Islas (1998 y 2007), El sueño del señor juez (2000 y 2004), El secreto y las voces (2002), La aventura de los bustos de Eva (2004) y de los cuentos de El libro de los afectos raros (2005), Carlos Gamerro es, sin duda, uno de los más importantes narradores surgidos en la última década. Guionista de cine, periodista cultural y docente, es también un fino y polémico crítico –tal como puede leerse, por ejemplo en El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos (2006)–, dueño del andamiaje técnico necesario, el cual no dudará en abandonar para expresar, con la correspondiente cuota de pasión, ideas propias que, cuando cuadre, desafíen las mecánicas verdades de la academia. Esta última cualidad –por cierto rara– es, sin duda, la que les resulta más atractiva a los muchos asistentes a sus talleres, que Gamerro dedica a diversos autores de la literatura de lengua inglesa, a los grandes novelistas latinoamericanos, a Borges y, fundamentalmente, a  Shakespeare y a Joyce, de quienes es, probablemente, el gran especialista argentino. Prueba de ello es Ulises. Claves de lectura (2008 y reedición en Interzona de este año), obra monumental y valiosísima, que acaba de ser publicada en la Argentina.

Gamerro tiene el mérito de ser el primer autor de lengua castellana que ha escrito una guía anotada del Ulises a la medida de los lectores de nuestro idioma y, fundamentalmente, de los argentinos. Para ello, además de servirse del importante cuerpo de notas ya existente y de sus muchas observaciones personales –fruto de más de veinte años de lectura y enseñanza continuadas–, recurre a un esquema largamente aplicado a las literaturas consideradas coloniales que favorece la explicación de la obra de Joyce haciendo permanente pie en lo que un lector latinoamericano puede entender mejor. Dice, por ejemplo: “Toda cultura colonial o neocolonial, como la irlandesa, o la nuestra, es una cultura dividida: tiene un ojo en su tradición y otro en la extranjera. Por eso, entre otras cosas, es importante destacar el carácter irlandés de Ulises. En ese aspecto al menos estamos mejor capacitados para leerlo que un inglés, francés o norteamericano promedio”. Este punto de vista podría de algún modo asimilarse al de Borges, cuando señalaba que los americanos del norte y del sur tenemos la posibilidad de ser mejores europeos que los ingleses, los franceses, los alemanes o los italianos porque no estamos obligados a una única tradición, sino que podemos escoger entre todas, lo que también nos hace mejores argentinos.

Un trabajo ejemplar
La guía de Gamerro no se reduce a la exposición de una mera síntesis argumental porque, en cierto modo, eso es lo que menos importa en este novela que transcurre en un solo día (aproximadamente entre las 8 de la mañana del 16 de junio de 1904 y las 4 del día siguiente). El trabajo se abre con una introducción dedicada al análisis de los principales problemas que plantea el Ulises. Entre otros, su legibilidad, su traductibilidad (y acá, en razón de lo que queda en el tintero al transportar el inglés de Joyce a cualquier otra lengua, los lectores lacanianos, hélas, van muertos), su lugar en la narrativa contemporánea, los esquemas de interpretación planteados desde incluso antes de la publicación, la obra previa de Joyce en relación con el Ulises, la Irlanda y, especialmente, la Dublín que se describe, etc. Luego vienen los dieciocho capítulos de la obra y la explicación de cada una de las dificultades que van presentándose tanto desde el punto de vista histórico, geográfico (se agradece especialmente la amable inclusión del mapa de Dublín con las referencias al itinerario de los personajes, tanto en la retiración de tapa como en la retiración de contratapa), biográfico y cultural, con permanentes extrapolaciones al universo que Joyce se propuso retratar. Y éste, aun con la pérdida que supone la traducción, es tan rico, tan lleno de matices que, como bien apunta Gamerro en su nota final, “una vez que el lector ha concluido la primera lectura continua y completa de Ulises, con o sin la ayuda de libros como éste, la aventura recién comienza”. Entre otras cosas porque la técnica –al menos la que sobrevive en el pasaje del inglés al castellano– resulta igualmente fundamental y Gamerro propone una constante reflexión sobre, por ejemplo, las diferentes variantes del monólogo interior, el punto de vista de los personajes, el concepto de epifanía, etc.

Lo curioso es que todo esto ocurre en una versión particularmente amable de nuestra lengua. Así, por ejemplo, puesto a discutir los vericuetos que se esconden detrás de la idea del personaje de Buck Mulligan, que quiere helenizar Irlanda, Gamerro dice: “Como todo, en Mulligan, sólo son palabras, después no hace nada. En esto, así como en su carácter histriónico y cierto amaneramiento, Mulligan se proyecta como una versión degradada de Oscar Wilde”. Y luego de explicar lo que Joyce pensaba sobre Wilde, apoyándose en un famoso artículo, Gamerro concluye: “Oscar Wilde en algún momento se pasó de la raya y se la dieron, por homosexual pero también por irlandés”. O más adelante, comparando los modelos de traidor que representan Mulligan y Stephen, anota: “Ambos representan, además, dos formas distintas de rebelión: el blasfemo y el apóstata, el traidor veleta y el traidor íntegro. Cuando Stephen se rebela, se banca las consecuencias, no se adapta a las circunstancias según su conveniencia”. La precisión de esos giros coloquiales usados con absoluta deliberación permite que la lectura progrese y, sin perder claridad, sea menos engorrosa. En síntesis, se trata de un libro importante, destinado a perdurar en las bibliotecas. 

lunes, 18 de mayo de 2015

Deep in a dream de James Gavin
Por Diego Fischerman

Se dice que fue Miles Davis quien lo dijo. Posiblemente haya sido otro. Pero la frase era cierta: un negro, para ascender socialmente, tenía que ser boxeador o músico de jazz. Y en el boxeo, como en el jazz, el gran mercado —es decir el mercado blanco— esperaba con fruición la Gran Esperanza Blanca. Aquel que viniera a poner orden en esos desquiciados rubros donde primaban, invariablemente, los negros. Y si la Esperanza no aparecía, se la inventaba. “Parece que la música no se acepta de verdad hasta que aparece un blanco capaz de hacerla”, se quejaba el genial trompetista Art Farmer. “A Benny Goodman lo llamaron ‘el rey del swing’ pero antes que él había muchos otros con un swing de mil demonios. Así es el mundo.” El endiosamiento del maldito Chet Baker y, por supuesto, su condena, tienen que ver, precisamente, con ello.

Toda buena historia es contradictoria. Si Romeo no hubiera acabado de matar al hermano de Julieta, la pasión de ella no habría sido la misma. Y si hay una buena historia en el jazz es la de Chet Baker. “Estábamos simplemente obsesionados con él”, recordaba el guionista Lawrence Trimble en el documental Let’s Get Lost, citado en la brillante biografía escrita por James Gavin. Y es que Gavin, justamente, entiende que es la tensión entre aspectos aparentemente irreconciliables la que da la clave del misterio. Bien vestido, reacio al tabaco, nativo del interior profundo (poco importa que el padre casi nunca estuviera sobrio) y con sus servicios al ejército en el legajo, su imagen coincidía con la de un posible personaje de película. Algo así como “el patriota campesino que, gracias a la magia de su trompeta, conoció el éxito”.

Con un estilo que cultivaba el medio tono hasta la exageración, rodeado de chicas que le pedían autógrafos y elegido en las encuestas de las revistas especializadas como el mejor, por encima de nombres como los de Davis o Dizzy Gillespie, Chet Baker era la encarnación más perfecta de un cierto sueño americano. Había un problema, sin embargo. A los 25 años, Chet Baker ya estaba consumido por las drogas. Y además, sus seguidores percibían algo que los demás ignoraban. No lo admiraban por su cercanía con el modelo del buen joven norteamericano sino por lo contrario. Ellos se daban cuenta que su mirada casi siempre estaba en otro lado, que el estilo beatífico era, en realidad, inquietante y, en palabras de Gavin, la pregunta del millón era: “¿Cómo podía salir una música tan idílica de un tipo que estaba claro que no tenía buenas intenciones?”. Chet Baker era, para los jóvenes blancos contestatarios el mejor modelo antisocial posible. La polémica acerca de si Baker tenía éxito por sus valores o simplemente por ser blanco —y atractivo para las chicas— lo cercó durante toda su carrera. Criticado con crudeza cuando empezó a cantar —la revista especializada Down Beat calificó el primer disco en que lo hacía con una sola estrella, una verdadera afrenta— y despreciado por muchos de sus colegas —empezando por Davis— Baker fue mucho más que un trompetista blanco con sonido suave y voz complaciente. Que su muerte haya sido tan misteriosa como su estilo musical, cayendo por la ventana de la habitación del hotel de Amsterdam donde vivía —una ventana suficientemente pequeña como para que, según parece, nadie pudiera caer sin ser empujado—, es, en todo caso, uno más de los elementos de esta magnífica historia que Gavin cuenta con lujo de detalles, documentación exhaustiva y ritmo febril. A las bondades del trabajo del autor debe agregarse, además, una verdadera rareza: el buen oficio del traductor, Manuel Ibeas Delgado.


jueves, 7 de mayo de 2015

Una vida truncada de Peter Ackroyd
Cuentos completos, de Edgar Allan Poe
Por Jorge Aulicino



Sobre Edgard Allan Poe existen numerosos malentendidos, acendradas mistificaciones e insuficientes verdades, que la biografía Una vida truncada, del gran inglés Peter Ackroyd –autor de una extraordinaria Biografía de Londres– y la reedición de los Cuentos completos de Poe traducidos por Julio Cortázar –ambas de Edhasa–, no dejarán de alimentar. En algún punto, la biografía de Ackroyd arroja una luz ambigua sobre la figura del escritor como para desperfilar, como conviene, a un mito, sobre la base de verdades muy probables y contradictorias.

¿En qué consiste la mistificación de Poe?

Básicamente, en que fue un prisionero de su tiempo, un "suicidado por la sociedad", diría Artaud, como dijo de Van Gogh; un molesto e indeseable esperpento, un genio que se sentía incómodo en la "prisión de los Estados Unidos" –debemos a Baudelaire el tropo–, un visionario que murió frustrado, para ser descubierto, como corresponde, muchas décadas después, como uno de los fundadores de la escuela norteamericana del cuento y parte integrante de la Patrística literaria de aquella nación. Ackroyd prefiere llamar, a esa vida,"truncada" (cut) y no frustrada (frustrated).

La lectura de la biografía de Ackroyd corrobora, sí, que Poe no se sentía cómodo en los Estados Unidos. No sabemos por qué. Vagó de una ciudad a otra de la costa Este escribiendo en periódicos y perseguido por la pobreza. Pero: a) no fue en absoluto un desconocido; fue uno de los periodistas más exitosos de su época y también uno de los escritores más reconocidos, por cierto no a la altura de Longfelow –tampoco tuvo tiempo para disputarle la consagración, ni su carácter belicoso le hubiese permitido convertirse en patriarca hierático-; b) pudo escapar de la pobreza: dos periódicos al menos multiplicaron geométricamente sus ventas gracias a la inspiración y el trabajo de Poe; uno de ellos le hubiese proporcionado un porvenir más que holgado, pero lo abandonó porque lo aburría; c) uno de los motivos por los que Poe, en su corta vida, llegó a la fama, fue su crítica muchas veces despiadada, tanto como bien escrita, a sus contemporáneos; era célebre por sus provocadoras reseñas, que fueron laudatorias cuando se trataba de mujeres que lo halagaban; d) su poema "El cuervo" tuvo un éxito enorme, aun para la época, y escuchárselo recitar con su voz magnética parece que era una de las grandes experiencias a las que un norteamericano culto podía aspirar en la primera mitad del XIX en la costa Este de los Estados Unidos. Todo lo cual indica que Poe no tenía razones para sentirse incómodo, aunque seguramente, en verdad, lo estaba. Era un pionero extraordinario, laborioso y creído de sí mismo, violento a veces, indecoroso otras, aunque la mayor parte del tiempo se comportaba con unos modales tan amables, suaves y caballerosos que asombraban.* Era un bebedor sediento, de los que se emborrachan hasta caer, en una rápida y letal sucesión de tragos. Y era un sureño –se había criado en Virginia–, con pretensiones de aristócrata, esclavista y antiburgués.

Segunda cuestión relacionada con el falso mito: era absolutamente consciente de que escribía para los magazines, y por lo tanto sus cuentos debían impresionar. Le gustasen o no, en ellos encapsulaba sin embargo lo sublime. Precursor del sensacionalismo periodístico y literario, aconsejó a los propietarios de periódicos incluir con frecuencia prosas como las suyas que, en el terreno de la ficción, anticipaban las crónicas de crímenes truculentos que alimentaron a los grandes rotativos del siglo XX.

Manejó, aun en la poesía, la noción de efecto. "Siempre existe un punto en que se dan la mano la ironía y la decadencia, y nunca queda claro si Poe está riéndose o llorando ante sus propias imaginaciones", señala Ackroyd. Poco antes, cita al propio Poe: los relatos de mayor éxito contienen "lo absurdo rayano en lo grotesco, lo aprensivo coloreado con lo horrible, lo ingenioso exagerado hasta lo burlesco, lo singular revestido de lo extraño y lo místico. Podría decirse que todo esto es mal gusto"; a lo que agrega Ackroyd: "Este era el credo periodístico de Poe, unos principios que siguió fielmente durante su carrera de escritor".

Poe tenía absoluto control sobre su estilo, dice su biógrafo, y si deploraba sus borracheras intensas, era por la sensación de pérdida de dominio de sí mismo que le acarreaban. Pero el talón de Aquiles de Poe no fue el alcohol, fueron las mujeres. Se enamoró de la madre de un compañero en la adolescencia, luego de su prima adolescente Virginia, con la que se casó, y al morir ella, de sucesivas mujeres, en pocos años, y de dos al mismo tiempo, frente a las que enaltecía su amor en términos parecidos y ante las que se declaraba al borde del suicidio, o de la muerte más atroz, a causa de ellas (de cada una por separado).

Algo conscientemente teatral, de vaudeville dramático, hubo en toda la obra de Poe, incluidas sus cartas, siempre escritas en agonía y desolación mortal que no le impedían seguir viviendo. Su muerte, muchos años después de las primeras líneas exageradamente patéticas dirigidas a su padrastro, fue realmente grotesca. Si de verdad fue arrastrado en Baltimore a servir de votante disfrazado en unas elecciones fraudulentas, en plena borrachera –de hecho vestía unas ropas y un sombrero extraños cuando lo encontraron exánime–, entonces sí fue un suicidado por la sociedad, en sentido completamente aleatorio: durante el vértigo de sus viajes por el Este, más sentimentales que literarios, poseído además de su compulsión alcohólica.

Discutida no ha sido lo suficiente la traducción que hizo Cortázar de esta literatura, no menos complicada que su creador. Anotación: Poe no escribía bien; contra anotación: lo hacía maravillosamente dentro del estilo semi paródico efectista con el que sacaba partido periodístico y literario de una generación que amaba el rebuscamiento, como sinónimo de alta literatura (todo para leer narraciones de disparatada imaginación en las revistas). Cortázar le corta el pelo y lo emprolija. Sus traducciones son de una fluidez que Poe no tenía. Se leen sin la dificultad de los estucos y el taraceado originales. Y a veces sin ese relumbrón sangriento oscuro, esa luz de teatro, de la que Poe dotaba sus cuentos, esa belleza extraña que montaba con diversos recursos, entre ellos la abundancia de adjetivos ("dull, dark, soundless" son los que acumula en la primera línea de "La caída de la casa Usher"). Cortázar pues escribe bien; Poe escribía mal y sólo la imaginación lo salva. No es tal tampoco esto. El mito verdadero dará aún que conversar, mistificar y desmitificar.


* El editor N.B. Willis lo recordaba así:! Con su cara pálida, bella e inteligente (...) era imposible tratarlo de otra manera que con los más finos modales. Cuando le decíamos que no debía ser tan duro en la crítica o le pedíamos que tachara algún pasaje (...) aceptaba con mucha más generosidad que otros, que en tales circustancias se muestran extraordinariamente susceptibles”. En E. A. Poe, de Walter Lennig, Salvat, 1986


miércoles, 6 de mayo de 2015

HHhH de Laurent Binet
Por Laszlo Erdelyi

Reinhard Heydrich era, para Hitler, el paradigma del dirigente nazi: ambicioso, cruel, y eficiente. Se ganó el mote de “bestia rubia”. Bestia, por carecer de humanidad; rubio, porque encarnaba al ario perfecto, a diferencia del mal entrazado Goebbels, del gordo Goering, o del lentejudo Himmler. Fue también el más temido entre los propios nazis. Sabía demasiado. Elegido por Himmler como su segundo en las SS, estuvo a cargo de la RSHA (que reunía a la Gestapo, la policía política y la policía criminal), y fue máxima autoridad en la ocupada Checoslovaquia. En las SS le decían, por lo bajo, “HHhH”, Himmlers Hirn heisst Heydrich, “el cerebro de Himmler se llama Heydrich”. Pero pasaría a la Historia por ser el principal artífice de la Solución Final contra los judíos, creador de los Einsatzgruppen, unidades móviles de asesinos que ejecutaron al primer millón y medio de judíos, y de la segunda fase de la liquidación, la del gastamiento y los hornos, la etapa de la muerte industrializada. Pero no duró: fue asesinado por una operación comando inglesa en mayo de 1942, lo que provocó sangrientas represalias en la población civil checa, entre ellas el asesinato de todos los habitantes del pueblo de Lídice.

Muchos libros y películas han recreado esta historia, cuya carga dramática es evidente. Hasta Bertolt Brecht escribió un guión casi enseguida, en 1943, que rodó Fritz Lang. El interés persiste. El reciente libro de Laurent Binet titulado HHhH se centra en la carrera de Heydrich, los conspiradores y el atentado; es una novela histórica lindante con el ensayo, pues a medida que avanza el relato Binet se introduce a sí mismo en la narración con sentimientos personales, discusiones con su mujer (que se burla de su obsesión con Heydrich) y autocríticas hacia la técnica narrativa elegida. El autor siente que la tarea histórico-literaria que está acometiendo lo desborda (lo sugiere en forma expresa), sobre todo a la hora de recrear ese agujero insondable, negro, oscurísimo que fue la personalidad de un psicópata mayor como Heydrich. Son dudas mortales, que provocan altibajos en la tensión narrativa de esta poderosa historia. El lector entiende que las intromisiones de Binet son innecesarias, y a veces petulantes. Esto queda evidente cuando Binet descubre “casualmente” en Internet que hay “otro” trabajo sobre Heydrich, reciente, y se muestra molesto, celoso. Es una película, Conspiracy (2001, dir. Frank Pierson), y fue producida para televisión por HBO. Recrea en forma muy veraz en términos históricos (a partir de una versión taquigráfica que sobrevivió) todo lo ocurrido en la reunión de Wannsee (enero 1942), el lugar donde se coordinó la última fase de la Solución Final entre las SS y todos los ministerios del Estado alemán. El actor británico Kenneth Branagh interpreta a Heydrich; Stanley Tucci a su mano derecha, Eichmann. El resultado es shakespeareano, dramáticamente impecable. Pero Binet se enoja; dice que nunca leyó en ningún lugar que Heydrich fuera un personaje afable, según la recreación de Branagh. Lo que Binet no pudo ver es que detrás de esa falsa máscara de amabilidad que el actor británico maneja en forma magistral (y que puede ser históricamente falsa), está el monstruo que manipula la reunión minuto a minuto, demoliendo en forma persistente, metódica, cualquier posible reticencia de los otros ministros de Estado. 

Conspiracy no sólo es una película histórica; es también una película de terror, pues el espectador empatiza con el miedo creciente que sintieron algunos protagonistas civiles de esa reunión, miedo lindante con el pánico, tras comprender la envergadura del plan con el cual debían colaborar sin posibilidad alguna de negarse o hacer la plancha. No importa si Heydrich era o no afable. Han pasado seis décadas y seguimos sin comprender qué materia había en el agujero negro de la mentalidad nazi. Por eso la interpretación de Branagh, que ilumina en forma breve esa tiniebla, no merece ser soslayada.
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