viernes, 19 de junio de 2015

Una novela real de Minae Mizumura
Por Diego Fischerman

Honkaku-shosetsu es el título original de la deslumbrante novela de Minae Mizumura publicada por Adriana Hidalgo con el nombre de Una novela realHonkaku-shosetsu es también un género tradicional de Japón: las obras clásicas adaptadas para la lectura de adolescentes, con personajes y ambientaciones locales y, a veces, hasta con los finales cambiados. En la obra de Mizumura, un personaje, la narradora inicial, una adolescente japonesa que vive en Estados Unidos en la posguerra y se niega a aprender inglés, lee honkaku-shosetsu. En su historia se incluye, primero, la de un joven chofer al servicio de un conocido del padre y luego de su propia empresa. Luego la de un estudiante que le relata cómo conoce a quien, a su vez, le contará (y él a ella) la historia en que ese chofer vuelve a aparecer pero dentro de otra narración, la de una saga familiar que relata, también, la historia japonesa del siglo XX y, a la vez, un enamoramiento inmenso y devastador. Esa novela que habita en el interior de otra que a la vez se incluye en la primera es, por supuesto, una honkaku-shosetsu: Cumbres borrascosas en versión japonesa y con el personaje de la sirvienta en primer plano. Leí Una novela real hace meses. Sigo pensando en ella. Me sigue asombrando por su inteligencia, por descripciones como la de la familia japonesa que nunca podría ser amiga del general estadounidense que alquila su casa de verano porque él "no habla un buen inglés", y por esas hermanas que escuchan el Quinteto con clarinete de Brahms, que recuerdan a un clarinetista al que todas, de una manera u otra, amaban y que murió muy joven y comentan entre ellas "qué lindas son las mujeres occidentales". Y me sigue conmoviendo cada vez que recuerdo ese primer encuentro oculto en el centro de una novela oculta y del que no debo decir nada más, en la esperanza de que la lean.

miércoles, 10 de junio de 2015

Puños al rojo vivo, de James Noël 
Por Juan de Marsilio


A estas posmodernistas alturas del partido, se hace de lo más difícil escribir y/o leer poesía rebelde. Se rebele la tal poesía o su autor contra lo que se rebele (el sistema, las poéticas en boga, la lógica y la moral burguesas, etc.), no se podrá librar del lector suspicaz que de inmediato descubra que tal idea o tal otra ya las ha leído en Whitman, en Rimbaud o en Breton (que son influencias que se pueden rastrear también en este volumen) y suponga en el poeta la intención de captar con lugares comunes a un público poco exigente. Y si el vate en cuestión es haitiano y publica auspiciado por un programa cultural del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, no faltará algún purista que lo acuse de cooptado por el sistema. Aún si escribiera desde la inocencia – incluso con cierta ingenuidad – le requerirá no poco esfuerzo colar algo personal entre todo lo que su discurso le adeudará a una tradición poética más que bicentenaria.

No obstante lo anterior, Puños al rojo vivo --que con traducción de Laura Masello publica el sello Trilce, de Montevideo-- es un libro breve que combina poemas en verso libre y otros en prosa, tiene tramos que refrescan el alma por su desmesura, propia de otros tiempos acaso menos prosaicos que los que corren. Es honesto y motivador que el libro se abra con un poema – prólogo (Reseña) en que se advierte al lector que se topara con su verbo ser intransigente/ conjugado en todos los tiempos/ en pasado presente y porvenir y culmine ese proemio disculpando su estilo áspero porque no con guantes rosas/ se asesina a la muerte y sus secuaces. Ya quisiera el lector no haber leído hace tiempo a Mayakovsky ni saber en qué horrores terminaron aquellos sueños. Con todo, la lectura de este poeta rebelde de ahora, podría incitar algún lector actual a ciertas búsquedas, estéticas, sociales y existenciales, que fueran a parar en algo bueno.

Es interesante el modo en que Nöel da, en algunos de sus textos, saltos temáticos de lo amatorio a lo político social, de manera sorprendente. Tal vez el mejor ejemplo, en esta cuerda, sea  Todo poema es una lengua amotinada. Asimismo impresiona la capacidad de combinar textos relativamente extensos, en los que el discurso se encabrita y desborda (y en alguno de ellos se sobrecarga) con otros de eficaz concisión, como por ejemplo Detonante: Mi musa ha muerto/ tengo las manos libres.

Es eficaz también la presentación autoparódica del hablante lírico en varios de los textos, como por ejemplo en Carta del brujo, donde afirma de sí mismo: Llevo mi ruina en mi espalda como un escolar lleva la cruz de los deberes difíciles. Sin embargo, desde ese rebajamiento del yo es capaz de saltar al tono de proclama, casi tribunicio, pero no aplicado a lo político, sino a lo erótico: Cruzaré los cuatro caminos para confesar el fino polvo añil de tu bombachita que tiene más estrellas que la bandera de los Estados federales.”.

Importa señalar un rasga de valentía y lucidez en este poema rebelde. No se abstiene de críticas hacia regímenes dictatoriales – por ejemplo el iraní, como puede verse en La sangre derramada y el cuerpo en pedazos moneda corriente de las dictaduras –  aunque eso le enajene cierto sector del público, que ante este aspecto del discurso del haitiano dará por confirmadas sus sospechas de cooptación quemará el librito.

A lo largo de todo el libro, y esta es una de sus mayores fortalezas y debilidades, Noel proclama su fe en el poder de la palabra. Vale la pena citar íntegro uno de los últimos textos del volumen, Evasión: Llevados por las palabras/ vamos a proceder/ sin hacer muchas historias/ a la evasión/ más espectacular/ de nuestra historia//los verdugos/ nos mirarán partir/ alertarán/ demasiado tarde/ ya habremos alcanzado/ diez mil pies de altura// llevados por las palabras/ lejos partiremos/ tomaremos el mar/ como descampado/ y nuestros papeles en el viento/ como paracaídas.

En suma: un libro de poesía que vale la pena leer, sin renunciar para ello a la experiencia, pero sí a la suspicacia.

                                                                

viernes, 5 de junio de 2015

El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956, de Anne Applebaum
Por Laszlo Erdelyi

No es fácil comprender cómo es la vida bajo un régimen totalitario extremo, y más para los habitantes de esta pequeña república llamada Uruguay, donde cada ciudadano goza de una autonomía real, palpable, consolidada.

Los ejemplos recurrentes son la Alemania nazi y la Unión Soviética estalinista, ambos totalitarismos modélicos. Pero en Europa del Este luego del final de la Segunda Guerra, entre 1944 y 1956, también se dieron totalitarismos extremos, aunque poco se sabe de ellos.

Alemania, Hungría, Polonia, Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia y Bulgaria no pertenecían a la órbita de influencia soviética. Por esos caprichos de la Historia quedaron dentro de ella por los acuerdos de Yalta entre las potencias aliadas victoriosas. Esos países europeos poseían cultura, sociedad civil, instituciones e incipientes experiencias democráticas más avanzadas que las de la U.R.S.S. Pero el líder soviético José Stalin, una vez que los tuvo en su redil, quiso a esos países comunistas. Como el suyo.

La instalación de esos regímenes es lo que estudia con notable rigor la investigadora Anne Applebaum en el libro El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956, relato de la exportación del estalinismo a países vecinos durante un período de casi una década donde los comunistas soviéticos —con ayuda local— eliminaron de forma letal todo vestigio de sociedad civil autónoma.

LA MIRADA AMPLIA.
El mundo sabe de esos años por las fotos blanco y negro del levantamiento de Budapest en 1956. En el cuadro aparecía en primer plano un civil joven, portando una piedra o una ametralladora, con gesto desafiante. Era el símbolo puro, casi poético, de la libertad. Más al fondo, casi fuera de cuadro, aparecían tanques. Y sobre ellos soldados rusos rubios, muy jóvenes, con rostros tensos. Eran el símbolo de la opresión.

Esas postales, muy emotivas, no contaban toda la verdad. Ocultaban, por razones que Applebaum señala, un proceso histórico complejo y de complicidades incómodas. Por ejemplo, la sistemática y extensiva destrucción previa que provocó el nazismo en gran parte del planeta que aplastó etnias, naciones, arrasó culturas y devastó instituciones. Sólo que en ningún lado lo hizo como en la Unión Soviética. El soldado alemán invadió Ucrania y Rusia en 1941 sintiendo que era racialmente superior al eslavo, al que nunca trató como ser humano ni a él, ni a sus mujeres, ni a sus hijos. Cuando pudo los eliminó, los torturó y los humilló, por millones.

El Ejército Rojo, tras convertirse en una máquina de guerra imparable, los echó de su país e ingresó luego a Europa deseando venganza. Un testigo privilegiado de ese período, que Applebaum destaca, es el escritor ruso Vasili Grossman, por entonces corresponsal de guerra soviético. Presenció una fila de niños rusos que regresaban caminando hacia su país tras finalizar el cautiverio alemán. Un grupo de soldados y oficiales soviéticos los miraban a la cara. Eran padres que buscaban a sus hijos. Señala Grossman: "Un coronel permaneció allí durante varias horas, erguido, con gesto severo y expresión sombría. Regresó a su coche al anochecer; no había encontrado a su hijo".

El odio convierte a los hombres en bestias, y como tal entraron en cada pueblo y ciudad de Hungría y Alemania. Luego de las balas y los cañones se escucharon los gritos de terror de las mujeres. La violación sistemática por parte de la tropa rusa fue extensiva en Hungría, y sistemática en Alemania. El saldo: decenas de miles de mujeres embarazadas, asesinatos, suicidios, e hijos no deseados en cifras imposibles de verificar. Algunos decretos oficiales de la época son reveladores. En febrero de 1945 el Comité Nacional de Budapest suspendió la prohibición de abortar, sin dar motivos. En 1946, el Ministerio de Bienestar Alemán aconsejó considerar como "niños abandonados a todos aquellos nacidos entre 9 y 18 meses luego de la liberación".

El terror y la vergüenza se instaló, y permaneció sordo. Los comunistas locales, que ayudaron a instalar los nuevos regímenes, comprendieron el impacto político y psicológico de este hecho. El horror, que no podía ser comentado de forma abierta, se abordó de forma pública una sola vez. Fue en 1948 en una excepcional reunión multitudinaria en la Casa de la Cultura Soviética de Berlín, una asamblea donde se habló en forma bastante libre durante dos días. El tema: el malestar general de la población alemana con el comportamiento del ocupante Ejército Rojo. Hasta que comenzaron a hablar las mujeres, siempre con eufemismos, sin mencionar la palabra violación. Pero todos sabían. El clima era tenso, cargado de emociones. Algunos lo justificaban afirmando que la brutalidad alemana engendró la rusa. Hasta que intervino un oficial soviético. Dijo que su país había sufrido mucho con los nazis, y que el soldado ruso no llegó a Berlín como turista, o como invitado. "Dejó atrás miles de kilómetros de territorio soviético abrasado". La discusión finalizó. "No había respuesta a ese argumento" dice Applebaum.

Y agrega: "Con el tiempo, se hizo evidente que esa combinación curiosa de emociones —miedo, ira, vergüenza, silencio— ayudó a sentar las bases psicológicas para la imposición de un nuevo régimen".

INTERÉS HISTÓRICO.
El período 1944-1956 fue poco abordado por la historia. Hannah Arendt, autora de Eichmann en Jerusalén, Un informe sobre la banalidad del mal, llegó a afirmar que ese período "carecía de interés histórico". Para Applebaum, sin embargo, es excepcional pues explica como ninguno la mentalidad soviética, sus metas y motivos, sus paranoias y fracasos.

El telón de acero se centra en tres países, Alemania, Hungría y Polonia, porque en ellos tuvo características diferentes. El primer período dura hasta 1948 cuando se dan elecciones democráticas (aunque "había pocos liberales por entonces", recalca la autora), donde los partidos comunistas locales no logran popularidad y son derrotados. Siguiendo directivas de Moscú poco a poco los comunistas van tomando el poder con el apoyo del Ejército Rojo, y de una institución que se instala apenas que finaliza la guerra: la policía secreta. Ésta asesinó de forma selectiva a cualquier opositor en potencia, o deportó a Siberia a miles de forma no tan selectiva. En realidad cualquiera que no fuera comunista era, por definición, sospechoso de ser espía extranjero.

Esa política represiva creció e hizo necesaria la instalación de campos de concentración locales. Por cuestiones prácticas se reutilizaron los que estaban en pie: Dachau, Buchenwald, Sachsenhausen y Auschwitz, entre otros, todos antiguos campos de exterminio nazi que se reconvirtieron al sistema soviético de prisiones. Applebaum aclara que no eran campos de exterminio, "pero eran sumamente letales". Sólo en Alemania del Este los campos tuvieron 150 mil encarcelados, de los cuales la tercera parte había muerto por inanición o enfermedad para 1953.

También ejercieron el control inmediato de radios, persiguieron cualquier organización independiente civil o religiosa —sobre todo las juveniles—, e implementaron la limpieza étnica. Doce millones de alemanes étnicos que vivían en Polonia, Checoslovaquia, Hungría y Rumania fueron deportados a Alemania, a pesar de que muchos vivían en esos países desde hacía generaciones. También se dieron deportaciones masivas en la frontera polaco-ucraniana, en la Ucrania soviética, o de húngaros sacados de Eslovaquia y de Rumania, por mencionar algunas. A todo esto se sumaron los millones de desplazados por la guerra que volvían desde todos los rincones de Europa a sus lugares de origen, entre ellos los judíos que sobrevivieron y buscaban lo que quedaba de sus casas, ahora habitadas por otros. Sobre todo en Polonia, esos retornos terminaron mal, y muchos judíos fueron asesinados, a lo que se sumaron brotes de antisemitismo como el del pueblo de Kielce, en Polonia (julio de 1946) donde una turba asesinó a 42 judíos en diferentes puntos del pueblo, e hirió a decenas más, apoyados por la policía y enardecidos por motivaciones antisemitas dignas del medioevo (un supuesto crimen de sangre). En marzo de 1945 el principal diario húngaro, el Szabad Nép, ya en manos comunistas, recomendó a los judíos que mostraran "comprensión" hacia los gentiles que ahora ocupaban sus apartamentos…

"Europa del Este era un lugar violento después de la guerra" señala Applebaum. "Resultaba peligroso ser funcionario comunista, peligroso ser anticomunista, peligroso ser alemán, peligroso ser polaco en un pueblo ucraniano o ucraniano en un pueblo polaco. También podía resultar peligroso ser judío". Demasiado miedo y rencor que Stalin aprovechó.

CULTO A LA PERSONALIDAD.
La gran virtud de El telón de acero es su método: evita las teorías generales y pone énfasis en lo concreto; aporta historias individuales y no las generalizaciones sobre las masas. Surgen múltiples enfoques, puntos de vista y datos que Applebaum, con sutileza, expone paso a paso. Sólo así se entiende la enorme complejidad de la instauración del estalinismo en su fase más dura, a partir de 1948. Procesos controlados hasta en sus mínimos detalles por un líder obsesivo, paranoico e implacable: José Stalin.

El líder soviético —buen poeta en su juventud— lideró la destrucción de los viejos regímenes, sus organizaciones civiles, su cultura, religión, deporte, alimentación, economía, comercio, enseñanza, ocio, para transformarlos en función de un ideal: la sociedad soviética perfecta, masificada, que contenía en su seno la unidad básica, el homo sovieticus. No se salvó ni la masonería ni el psicoanálisis, que apenas subsistieron en la clandestinidad. Todo fue ejecutado por líderes locales educados en Moscú que obedecían sin chistar y soportaban cruentas purgas internas.

En el arte se dieron paradojas. A diferencia del nazismo, muchos artistas talentosos pusieron sus mentes al servicio de la causa comunista. Pero la creatividad estaba sometida a los burócratas del partido, que no eran tan talentosos. Lo sabían los grandes del cine soviético como Eisenstein y Pudovkin, ya caídos en desgracia porque a Stalin le gustaba el cine lineal y no sus "experimentos". Lo supieron pronto los artistas de Europa del Este. Los músicos atonales, los pintores abstractos y los poetas experimentales quedaron en la mira: para los burócratas que preferían el formalismo —definido de forma muy vaga, además— esas eran desviaciones inaceptables de la causa. Alexander Dymchitz, jefe de cultura de la Administración Militar Soviética en Alemania, atacó en 1948 a Pablo Picasso, comunista y figura heroica para muchos pintores alemanes. Dijo que su arte era "decadente" (Hitler había dicho algo parecido, que era "degenerado"). Picasso se mató de risa. Pero otros artistas no la tenían fácil, y en general se adaptaron a las directrices, sometiendo su creación a las "sugerencias" de los censores. Algunos como Bertold Brecht tenían sus estrategias. La ópera Lucullus de 1951, con libreto de Brecht, fue retirada y sometida a los censores, a quienes les preocupaba "el predominio de disonancias destructivas y cáusticas". Brecht añadió tres arias de contenido"positivo", y la ópera se estrenó, aunque solo durante una noche. Eran cambios menores, pero el mensaje era claro: la última palabra la tenía el partido.

LA SORPRESA.
Stalin murió en 1953. En Occidente sabían poco de lo que ocurría en Europa del Este. Cuando estallaron las revueltas de Alemania (1953) y luego Hungría, la sorpresa fue total. Para Hannah Arendt "fue totalmente inesperada". Applebaum agrega que la CIA, la KGB, los dirigentes soviéticos y norteamericanos "estaban convencidos de que los regímenes totalitarios, una vez que se han logrado introducir en el alma de una nación, son prácticamente invencibles. Todos se equivocaron".

Eso revela lo poco que se sabe de la génesis de los regímenes totalitarios. En la Guerra Fría se estudió mucho sobre su decadencia, su fracaso político y económico, pero poco sobre sus orígenes, lo cual revela errores de método, cuando no profundos prejuicios. Ahora se sabe que la devastación nazi fue el terreno fértil, pero la autora va más allá. Le preocupa la fragilidad de la civilización actual, cómo está expuesta a generar las condiciones para que se instalen regímenes como el estalinismo. Pero también sabe, a partir de este caso, que cuando un régimen intenta controlar todos los aspectos de una sociedad, cada uno de esos aspectos se convierte en una forma de protesta en potencia.


La Guerra Fría, con su lectura bipolar del mundo, convirtió el término "totalitario" en un insulto, de muy vaga definición. Hoy es necesario recuperarlo, pues concierne a la discusión sobre el alcance político de Internet. Por ejemplo, ha promovido revoluciones contra tiranías en muchos lugares del mundo. Pero Julian Assange, de WikiLeaks, advierte en la introducción al libro Cypherpunk (OR Books, 2012) que "Internet, la gran herramienta de emancipación, se ha transformado en el más peligroso facilitador de totalitarismo" por el espionaje masivo de datos que gobiernos, corporaciones e inescrupulosos varios llevan a cabo en la vida privada de los ciudadanos. Propone la criptografía masiva y universal para que cada ciudadano pueda convertir sus datos personales en códigos que sólo él pueda leer. No es mala idea. Hay que defenderse. Como las jóvenes húngaras y alemanas que se disfrazaban de ancianas con mucho esmero para confundir a sus potenciales violadores.

martes, 2 de junio de 2015

Historia de un secreto de Esteban Buch
Por Diego Fischerman




Podría tratarse de una historia menor. Un compositor, casado y afecto a la sobreactuación epistolar y las grandilocuentes declaraciones de fidelidad a su esposa es, por supuesto, infiel. Se enamora de otra mujer, le dedica en secreto una obra y utiliza a uno de sus discípulos como correo amoroso. Incidentalmente, el asma lo lleva a consultar a un médico reputado en la cura de esa clase de enfermedades. Que esa historia haya transcurrido en Viena, en los años veinte del siglo pasado, le agrega interés. Pero lo que la hace única son los nombres propios. El compositor es Alban Berg, el médico se llama Sigmund Freud y el mensajero, Theodor Adorno. La amada, además, es Hanna Werfel, hermana del novelista Franz y cuñada de Alma, quien había sido mujer de Gustav Mahler y del arquitecto Walter Gropius y amante de Gustav Klimt en su adolescencia y de Oskar Kokoschka en su adultez.

Berg, en su Suite Lírica –una obra dodecafónica, para más detalles–, cifra un mensaje de amor. En la propia estructura de la obra abundan las alusiones, incomprensibles para cualquiera que sólo escuche, a Hanna, a sí mismo y al desgraciado destino. Sus mensajes en clave se basan, sobre todo, en dos trucos: los números que según él lo identifican e identifican a su amada, y las equivalencias entre letras y notas musicales según el cifrado alemán (la A corresponde al “la”, la B al “si bemol”, la C al “do” y así sucesivamente hasta llegar a la G para el “sol” y la H para el “si”). Pero, además, en una partitura que le regala a la destinataria (más allá de que formalmente la obra estuviera dedicada al compositor Alexander von Zemlinsky, cuñado de Arnold Schönberg) agrega infinidad de subrayados, anotaciones e, incluso, un poema que funcionaría como la “letra” oculta de la obra. Y el musicólogo Esteban Buch, nacido en la Argentina y radicado en Francia, escribe Historia de un secreto (Interzona) un libro admirable sobre esa historia, no sólo por la documentación y la manera en que desentraña, a la manera de una novela policial, el enigma y la red de ocultamientos relacionados con esta obra sino porque a partir de allí abre un campo de problemas que exceden el mero análisis de una obra aunque, claro, en este caso particular, se desprenden de ese análisis. “Admito que se trata de una posición bastante equívoca: no renunciar ni al atractivo del folletín ni al prestigio de la estética”, confiesa Buch en sus conclusiones. Y es que esa “posición equívoca” es precisamente la que construye la originalidad de su trabajo pero, sobre todo, la que por un lado le permite hablar de una obra “pura” en la que, sin embargo, todo el texto a su alrededor se convierte en parte de la propia composición, y, por otro, responder de manera personal a una vieja pregunta: ¿cómo hablar de música? O, aún más, ¿qué se puede decir sobre la música que no sea la música misma?

Historia de un secreto se ubica, en realidad, en un campo tan posiblemente fértil como poco transitado, el del ensayo musical. Es un libro que habla sobre música y músicos; es un trabajo que se funda en gran medida en el sonido –o en su cifra, la partitura, aunque prescinda explícitamente de su análisis–. Pero de ninguna manera es un libro para músicos (o sólo para ellos). Está claro que en el terreno de las artes plásticas, el cine, el teatro o la poesía existen dos clases bien diferenciadas de textos, aquellos que reflexionan acerca de determinados objetos y de los diálogos que establecen con otras series (la historia, las relaciones sociales o económicas, las ideas de época) y los que funcionan como manuales de instrucciones para especialistas. En la música, esa diferenciación no existe o existe poco. El análisis de una obra implica su escritura y su composición, pero no su escucha. Aquello que se dice de una obra “sirve” para quienes deben estudiar cómo se componen las obras pero no para quien disfruta escuchándolas. Podría pensarse que es, simplemente, una cuestión de formación. La música requiere de un lenguaje que la mayoría de las personas no maneja. Pero la contradicción es evidente. Salvo que se suponga que quienes escuchan música no escuchan, que los que disfrutan no disfrutan o lo hacen por motivos no sólo incorrectos sino indeterminables, y que, como sugería Adorno en su taxonomía del oyente musical, son apenas algo más que animalitos obnubilados por el efecto sensorial de las vibraciones –lo que de todas maneras no sería poco–, hay que pensar que en la escucha hay una comprensión de la música y de su lenguaje.

Buch, de todas maneras, se opone a la idea de la inefabilidad de la música. Y cita a Barthes: “Si se examina la práctica corriente de la crítica musical o de las conversaciones ‘sobre’ música (suele ser lo mismo), se ve que la obra o su ejecución sólo aparecen bajo la categoría lingüística más pobre: el adjetivo. ¿Estamos acaso condenados al adjetivo? ¿Estamos acorralados en ese dilema: lo predicable o lo inefable?”. La pregunta de Barthes podría incluso reformularse y hablar de la disyuntiva entre lo inefable (el uso de ese subestimado adjetivo) y lo incomprensible. Una obra como la Suite Lírica —las obras dodecafónicas no suelen ser mensajes de amor, anota Buch—, ejemplo del “desalmado” estilo de esa Segunda Escuela de Viena (Schönberg, Berg y Anton Webern) que sigue funcionando como una frontera para muchos oyentes, donde, sin embargo, el propio autor apela a lo “lírico” en su título pero, además, otorga significado a todo lo supuestamente “extramusical”, pone en escena el problema acerca de qué es entender música y, por consiguiente, qué puede decirse de ella. Pierre Bourdieu lleva a Marx al campo de las artes para hablar de acumulación de capital cultural. Según él, todo ese cuerpo de cosas que se “saben” acerca del arte agregan valor al objeto y agregan placer a su consumo. Podría llegarse más lejos y pensar, incluso, que es esa acumulación la que, muchas veces, le da sentido a ese objeto. Tanto para el fan de un grupo tropical como para el operómano o el entendido en música contemporánea, toda esa trama de conocimientos supuestamente extraños a la obra misma se convierten en la parte esencial de la obra. Berg, en algún sentido, lo sabe. Dice, como dice Buch, un secreto “histérico”, que pide ser descubierto, porque intuye que allí hay alguna clase de significado. Y Esteban Buch, al adentrarse en ese tejido, no sólo comprende aquella parte de la obra que se resistiría al análisis de la partitura sino que comprende un problema más amplio y, tal vez, más interesante: el de la comprensión de la música.