Historia de un secreto de Esteban
Buch
Por Diego Fischerman
Podría
tratarse de una historia menor. Un compositor, casado y afecto a la
sobreactuación epistolar y las grandilocuentes declaraciones de fidelidad a su
esposa es, por supuesto, infiel. Se enamora de otra mujer, le dedica en secreto
una obra y utiliza a uno de sus discípulos como correo amoroso.
Incidentalmente, el asma lo lleva a consultar a un médico reputado en la cura
de esa clase de enfermedades. Que esa historia haya transcurrido en Viena, en
los años veinte del siglo pasado, le agrega interés. Pero lo que la hace única
son los nombres propios. El compositor es Alban Berg, el médico se llama
Sigmund Freud y el mensajero, Theodor Adorno. La amada, además, es Hanna
Werfel, hermana del novelista Franz y cuñada de Alma, quien había sido mujer de
Gustav Mahler y del arquitecto Walter Gropius y amante de Gustav Klimt en su
adolescencia y de Oskar Kokoschka en su adultez.
Berg,
en su Suite Lírica –una obra
dodecafónica, para más detalles–, cifra un mensaje de amor. En la propia
estructura de la obra abundan las alusiones, incomprensibles para cualquiera
que sólo escuche, a Hanna, a sí mismo y al desgraciado destino. Sus mensajes en
clave se basan, sobre todo, en dos trucos: los números que según él lo
identifican e identifican a su amada, y las equivalencias entre letras y notas
musicales según el cifrado alemán (la
A corresponde al “la”, la B al “si bemol”, la C al “do” y así sucesivamente hasta llegar a la G para el “sol” y la H para el “si”). Pero, además,
en una partitura que le regala a la destinataria (más allá de que formalmente
la obra estuviera dedicada al compositor Alexander von Zemlinsky, cuñado de
Arnold Schönberg) agrega infinidad de subrayados, anotaciones e, incluso, un
poema que funcionaría como la “letra” oculta de la obra. Y el musicólogo Esteban
Buch, nacido en la Argentina
y radicado en Francia, escribe Historia de un secreto (Interzona) un libro
admirable sobre esa historia, no sólo por la documentación y la manera en que
desentraña, a la manera de una novela policial, el enigma y la red de ocultamientos
relacionados con esta obra sino porque a partir de allí abre un campo de
problemas que exceden el mero análisis de una obra aunque, claro, en este caso
particular, se desprenden de ese análisis. “Admito que se trata de una posición
bastante equívoca: no renunciar ni al atractivo del folletín ni al prestigio de
la estética”, confiesa Buch en sus conclusiones. Y es que esa “posición
equívoca” es precisamente la que construye la originalidad de su trabajo pero,
sobre todo, la que por un lado le permite hablar de una obra “pura” en la que,
sin embargo, todo el texto a su alrededor se convierte en parte de la propia
composición, y, por otro, responder de manera personal a una vieja pregunta:
¿cómo hablar de música? O, aún más, ¿qué se puede decir sobre la música que no
sea la música misma?
Historia
de un secreto se ubica, en realidad, en un campo tan posiblemente fértil como
poco transitado, el del ensayo musical. Es un libro que habla sobre música y
músicos; es un trabajo que se funda en gran medida en el sonido –o en su cifra,
la partitura, aunque prescinda explícitamente de su análisis–. Pero de ninguna
manera es un libro para músicos (o sólo para ellos). Está claro que en el
terreno de las artes plásticas, el cine, el teatro o la poesía existen dos
clases bien diferenciadas de textos, aquellos que reflexionan acerca de
determinados objetos y de los diálogos que establecen con otras series (la
historia, las relaciones sociales o económicas, las ideas de época) y los que
funcionan como manuales de instrucciones para especialistas. En la música, esa
diferenciación no existe o existe poco. El análisis de una obra implica su
escritura y su composición, pero no su escucha. Aquello que se dice de una obra
“sirve” para quienes deben estudiar cómo se componen las obras pero no para
quien disfruta escuchándolas. Podría pensarse que es, simplemente, una cuestión
de formación. La música requiere de un lenguaje que la mayoría de las personas
no maneja. Pero la contradicción es evidente. Salvo que se suponga que quienes
escuchan música no escuchan, que los que disfrutan no disfrutan o lo hacen por
motivos no sólo incorrectos sino indeterminables, y que, como sugería Adorno en
su taxonomía del oyente musical, son apenas algo más que animalitos obnubilados
por el efecto sensorial de las vibraciones –lo que de todas maneras no sería
poco–, hay que pensar que en la escucha hay una comprensión de la música y de
su lenguaje.
Buch,
de todas maneras, se opone a la idea de la inefabilidad de la música. Y cita a
Barthes: “Si se examina la práctica corriente de la crítica musical o de las
conversaciones ‘sobre’ música (suele ser lo mismo), se ve que la obra o su
ejecución sólo aparecen bajo la categoría lingüística más pobre: el adjetivo.
¿Estamos acaso condenados al adjetivo? ¿Estamos acorralados en ese dilema: lo
predicable o lo inefable?”. La pregunta de Barthes podría incluso reformularse
y hablar de la disyuntiva entre lo inefable (el uso de ese subestimado
adjetivo) y lo incomprensible. Una obra como la Suite Lírica —las
obras dodecafónicas no suelen ser mensajes de amor, anota Buch—, ejemplo del
“desalmado” estilo de esa Segunda Escuela de Viena (Schönberg, Berg y Anton
Webern) que sigue funcionando como una frontera para muchos oyentes, donde, sin
embargo, el propio autor apela a lo “lírico” en su título pero, además, otorga
significado a todo lo supuestamente “extramusical”, pone en escena el problema
acerca de qué es entender música y, por consiguiente, qué puede decirse de
ella. Pierre Bourdieu lleva a Marx al campo de las artes para hablar de
acumulación de capital cultural. Según él, todo ese cuerpo de cosas que se
“saben” acerca del arte agregan valor al objeto y agregan placer a su consumo.
Podría llegarse más lejos y pensar, incluso, que es esa acumulación la que,
muchas veces, le da sentido a ese objeto. Tanto para el fan de un grupo
tropical como para el operómano o el entendido en música contemporánea, toda
esa trama de conocimientos supuestamente extraños a la obra misma se convierten
en la parte esencial de la obra. Berg, en algún sentido, lo sabe. Dice, como
dice Buch, un secreto “histérico”, que pide ser descubierto, porque intuye que
allí hay alguna clase de significado. Y Esteban Buch, al adentrarse en ese
tejido, no sólo comprende aquella parte de la obra que se resistiría al
análisis de la partitura sino que comprende un problema más amplio y, tal vez,
más interesante: el de la comprensión de la música.
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