sábado, 28 de febrero de 2015

Cuentos completos de John McGahern
por Jorge Fondebrider


Nacido en Dublín, pero criado en Cootehill (Condado de Cavan), donde su tiránico padre estaba asignado como sargento de policía, John McGahern (1934-2006) conoció desde la infancia el rigor y las miserias de la Irlanda católica y rural que, posteriormente, se constituiría en el paisaje habitual de muchos de sus relatos. Con la publicación de The Dark (1965), su segunda novela, se enfrentó con la ira de la Iglesia la cual, amparándose en la censura oficial, consiguió que se la prohibiera. Sus desventuras no terminaron allí, porque, de inmediato, McGahern perdió su modesto puesto de profesor, teniendo que emigrar a Londres, donde trabajó como maestro particular y albañil. Posteriormente vivió un tiempo en España y en los Estados Unidos –donde dictó cursos en diversas universidades– hasta que, diez años después, volvió a Irlanda, instalándose en Mohill, en el Condado de Leitrim. Allí vivió hasta su muerte. Para entonces, ya se lo consideraba internacionalmente como uno de los mayores escritores de lengua inglesa de la segunda mitad del siglo XX y en su país e se lo idolatraba, ubicándolo al lado de James Joyce y de Samuel Beckett, aunque su literatura poco tiene que ver con la de esos ilustres compatriotas que lo precedieron. La admiración llegó a tal punto que, cuando McGahern murió, Mary McAleese –la actual presidente de Irlanda– hizo su elogio público, al que se sumaron políticos, intelectuales, artistas y simples lectores. 

En todos los casos, se destacó su inteligencia, su comprensión de la condición humana y su humildad. También hubo coincidencia en que sus libros resultan fundamentales para entender el alma irlandesa. Unos pocos temas –los mandatos de la sangre, las relaciones entre padres e hijos, la tensión entre la ciudad y el campo, el daño que la iglesia católica produce en la vida privada de las personas, el sexo disociado del amor, la pobreza moral, las múltiples formas del fracaso– le sirvieron a McGahern para sus fines. Claro heredero de Anton Chejov –por quien profesó una ilimitada admiración–, McGahern fue un maestro del claroscuro, del tono medio, las verdades no declaradas que se revelan sin estruendo, pero con un impacto definitivo en la vida de sus personajes. Todo ello le permitió, igualmente, trascender las meras fronteras de su patria para convertirse en un escritor universal de esos que, cuando se los lee, difícilmente se los olvida. Así se entendió en Francia, acaso el país que mayor atención le prestó a sus libros, al punto de que año a año se multiplican los estudios sobre su obra, y así lo consideró Gran Bretaña, donde sus novelas suelen ocupar los primeros puestos de esas listas ideales de cien mejores títulos que tanto parecen fascinar a los ingleses. Autor de novelas –The Barracks (1963), The Dark (1965), The Leavetaking (1975), The Pornographer (1980), Amongst Women (1990) y That They May Face the Rising Sun (2001)–, y de cuentos –Nightlines (1970), Getting Through (1978), High Ground (1985), todos reunidos con otros cuentos inéditos en The Collected Stories (1992) y, con nuevos agregados, en Creatures of the Earth: New and Selected Stories (2006)–, McGahern también realizó adaptaciones de textos ajenos –Tolstoy, Chejov– para el teatro y escribió piezas radiofónicas y guiones para televisión, además de una magistral Memoir, convertida, apenas publicada, en un documental televisivo.

Curiosamente, hasta fecha muy reciente, McGahern fue casi un desconocido para el público de lengua castellana. La editorial española Circe publicó las novelas El pornógrafo (1988) y Entre mujeres (1992) que, acaso por lo mal traducidas, ni siquiera despertaron interés de los lectores peninsulares, llegando a la Argentina apenas como saldos. Luego, la editorial Adriana Hidalgo, publicó La oscuridad (2008), una muy mala versión de la novela The Dark, en la que McGahern desaparece casi por completo, librado a la impericia del traductor. Ahora, la misma editorial, subsana el error y publica los Cuentos completos –para la crítica en general, la parte más medular de lo que McGahern escribió– en una traducción ejemplar.

Consultado, Gerardo Gambolini, el traductor de esta obra, señaló la invalorable ayuda recibida por parte del. profesor John Kenny, del Departamento de Inglés de la Universidad de Galway (Universidad Nacional de Irlanda). “Las dificultades –señala Gambolini– se centran tanto en la sintaxis (que puede pasar de la abstracción al coloquialismo y la exposición fuertemente subjetiva) como en la abundancia de claves arraigadas en tradiciones, historia y hábitos correspondientes a un marco cultural ajeno”. Dignas de figurar en cualquier gran antología del género –bastaría, por ejemplo, con citar “Mi amor, mi paraguas”, “Fe, Esperanza y Caridad” o “Reloj de Oro”–, la publicación de estas narraciones, sin duda, se constituye en uno de los mayores hitos de este año, tal es la profundidad y belleza de los textos que integran el volumen y la calidad con que se ofrecen al lector de lengua castellana.






miércoles, 25 de febrero de 2015

Las alas de la paloma de Henry James
por Carolina Esses

Hay una escena memorable en Las alas de la paloma, de esas que se recuerdan, aún mucho tiempo después de haber completado la lectura, como cifra de la novela. El lector, paciente y acostumbrado al ritmo de James, la encuentra allá por la página 250, justo cuando comenzaba a pensar que el conflicto no iba a desatarse nunca.

Sentada a la mesa, la alta sociedad londinense debate el “caso Milly Theale”: pasado y futuro de la heroína, esa paloma agonizante, neoyorquina en viaje por Europa y ausente esa noche a la cena. Un desilusionado Merton Densher –periodista pobre y enamorado– mira entre los invitados a Kate Croy, antítesis de Milly –la hermosa y hábil manipuladora o el ave depredadora (croy/crow: cuervo) si leemos en clave simbolista– e imagina que le pregunta: “Dime una cosa amor mío, ¿es este el gran mundo?” En el silencio de Kate, Densher escucha o, mejor dicho, lee: “Por supuesto que no, querido. ¿Por quien me tomas? Esto no es ni por asomo el gran mundo: es sólo una pobre y tonta imitación, del todo inofensiva.” Ninguno de los dos personajes llega a formular su parte del diálogo, sin embargo estas palabras actúan como motor de toda la novela. Porque no solo se refieren a la hipocresía de las altas esferas londinenses, tampoco a la ambición de los personajes que miden el valor de cada cual según su posibilidad de intercambio, ni siquiera a las tretas de los dos amantes dispuestos a todo con tal de estar juntos. Se trata de arrojar sobre la mesa los límites de la novela realista que, parece decirnos un James consciente de estar atravesando sus límites, es solamente una posibilidad entre muchas, un juego, un simulacro que nada tiene que ver con “el mundo real”.

Alguna vez se tildó esta obra de melodramática; ¿pero no era acaso melodramático el mundo de Jane Austen cuya huella todavía se percibe en James? A través de las casi quinientas páginas de esta cuidada versión que ofrece El cuenco de plata, traducida por Alberto Vanasco y revisada por Edgardo Russo –vale hacer hincapié en el interesante fondo editorial que esta editorial ha sabido hacerse–la pregunta que se repite una y otra vez es sobre el valor y por lo tanto sobre lo relativo. Abandonando todo absoluto, los personajes pasan a ser o asumen el rol que sobre ellos imprimen los otros. ¿Cuánto vale Milly Theale para los conservadores ingleses, cuánto para la pareja de amantes, cuánto vale su historia, incluso, para la narración?

Desde el vamos James rodea a cada uno de sus personajes, los presenta a partir de diferentes puntos de vista, evadiendo el núcleo argumental en lo que él mismo llama desvíos de la trama.  A pesar suyo, si tomamos en serio su Prefacio. Ahí explica lo inexplicable: por qué la narración se le ha ido de las manos, por qué se ha detenido en tal o cual situación y por qué en realidad esa demora podría haberle llevado muchísimas páginas más (o tomos o libros). La respuesta que no da pero que el lector puede inferir es que, de dejarse llevar, la demora podría haber sido inacabable. Se trataría de desmenuzar escena por escena en unidades cada vez más pequeñas, como hizo el impresionismo. Esta técnica de establecer círculos concéntricos que se van acercando a un centro incierto –el corazón vacío de una nuez parafraseando a Conrad o, aquí,  el espacio ausente que es Milly Theale– nos lleva a lo que vino inmediatamente después –obras excepcionales como El buen soldado de Ford Madox Ford– pero, sobre todo, a los grandes proyectos narrativos el siglo XX.  Las alas de la paloma es una obra de largo aliento en la que lector no puede sino agradecerle al autor que se haya dejado llevar por el exceso. 

lunes, 23 de febrero de 2015

200 años de poesía argentina de Jorge Monteleone
por Jorge Fondebrider


No es un secreto para nadie que en la Argentina la poesía goza de una excelente salud y de una popularidad mayor que otros géneros en apariencia más rentables. Y digo en apariencia porque si se comparan las ventas de una novela argentina promedio (entre 400 y 700 ejemplares en un año) con las de un libro de poesía, se comprenderá por qué recientemente distintas editoriales de todo tipo se decidieron a publicar obras completas o reunidas de poetas hasta hace poco considerados poco menos que invendibles y hoy, en algunos casos, con varias reediciones en su haber. Tal vez en esa estela –y en la del bicentenario, claro– deba ubicarse esta bienvenida antología de Jorge Monteleone, publicada por un sello “importante” como Alfaguara, que, como su título proclama, reúne 200 años de poesía argentina.

Ahora bien, existen muchas posibilidades de antología: la que corresponde a un período determinado, a un lugar determinado, a una estética común, a un tema común. Sin embargo, las grandes compilaciones –vale decir, las que pretenden dar cuenta de la producción nacional de un país a lo largo del tiempo– suelen llevarse a cabo según al menos dos criterios: uno, restrictivo; el otro, abarcativo. El primer criterio ha sido generalmente empleado en países de gran tradición literaria como Gran Bretaña, Irlanda, Francia, Italia o incluso los Estados Unidos, y se inclina únicamente por los poetas más significativos, los que dejaron una marca importante en una tradición poética particular, ya por haber abierto un camino o por la trascendencia que las sucesivas generaciones les han asignado a esos textos. Se comprenderá entonces que se trata, a lo sumo, de una treintena de nombres, a quienes corresponden muchas páginas. Tal es el caso de la Antología esencial de poesía argentina (1900-1980), de Horacio Armani que, publicada por Aguilar en 1981, reunía 27 poetas. El segundo criterio incluye todo –o la ilusión de que está todo– y, como una guía de teléfonos, parece no discriminar entre lo que importa y lo que no tanto, decisión un tanto odiosa que le queda al lector. El ejemplo por excelencia es la Antología de la poesía argentina, de Raúl Gustavo Aguirre que, publicada en tres tomos por Ediciones Librerías Fausto en 1979, incluía 746 poetas, además de 20 páginas dedicadas a la poesía anónima tradicional.

Borges decía que casi todo el mundo se merece un poema en una antología, lo cual no significa que todo el mundo represente cabalmente a la poesía de un país.  La antología de Monteleone, con sus 1.006 páginas, repartidas entre  216 autores, entre los que se incluye a aquéllos que empezaron a publicar a partir de 1810 para terminar con los nacidos hasta 1959, se acerca más a la idea de un volumen abarcativo, no exhaustivo, que reúne algunos grandes poemas y muchos de esos que sólo hacen bulto y nada más. En estas razones están sus mayores déficits porque el mapa que se ofrece no es entonces del todo real.

Quienes publicaron la parte más sustantiva de su obra en el siglo XIX ocupan las primeras 96 páginas –algo menos de un décimo del libro–, justificando de ese modo los primeros 100 años del bicentenario. El resto –910 páginas– corresponde a poetas activos en el siglo XX y, en muchos casos, en esta primera década del siglo XXI. Como introducción es probablemente óptima para el lego, pero para quien esté acostumbrado a leer poesía sobran muchos nombres y faltan explicaciones. Por ejemplo, recurriendo apenas a la memoria, si todos los que se incluyen son importantes, faltan entonces Juan María Gutiérrez, José González Carballo, Eduardo González Lanuza, León Benarós, Arturo Frutero, Felipe Aldana, Basilio Uribe, Juan Jacobo Bajarlía, Miguel Brascó, Gianni Siccardi, Héctor Miguel Ángeli, María Moreno, Alejandro Schmidt, Reynaldo Jiménez y la lista podría ser mucho más larga. Luego, si las exclusiones se debieron al gusto del antólogo o a problemas de derechos, esto debería haberse explicitado en alguna parte. Finalmente, desde la década de 1960 se suelen incluir en las antologías letras de música popular como si se tratara de poesía. En el libro de Monteleone están Cadícamo, Manzi, Cátulo Castillo, Jaime Dávalos y Atahualpa Yupanqui. En ese caso, ¿por qué no Luis Alberto Spinetta, Javier Martínez, Miguel Cantilo o Luca Prodán?

En síntesis, queda una cierta idea de que el volumen es un híbrido, a mitad de camino de lo que podría haber sido de haber existido un criterio más claro. Con eso en mente y superada la barrera del precio, se trata de un libro que, permitirá al lector descubrir a algunos poetas excelentes. Es bastante.     

domingo, 22 de febrero de 2015

Poemas selectos de Alberto Girri
por Jorge Aulicino

Entre fines de los 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado, Manuel Pampín publicó en Corregidor en cuatro tomos la Obra Poética de Alberto Girri (Buenos Aires, 1919-1991). Fue esto un punto culminante de la valoración de Girri en círculos lejanos al manípulo de Victoria Ocampo y del antiguo suplemento de La Nación. Sus relaciones habían ubicado a Girri en el campo de lo que, en las turbulentas décadas de los sesenta y setenta, se llamaba “cultura oficial”.* Movimientos tendientes a ubicar con mayor equidad y justicia al autor fueron el reportaje que en 1976, en el último número de la revista de izquierda Crisis, publicó Santiago Kovadloff. En 1983, Pablo Ananías entrevistó a Girri para el diario Tiempo Argentino, cuyo suplemento cultural tuvo prestigio en los primeros ochenta. En 1985, quien escribe estas líneas le hizo un reportaje para Clarín Cultura y Nación. Un año antes de la muerte de Girri, junto con Daniel Freidemberg, lo entrevistó para el Diario de Poesía. Esto significa que en 25 años Girri pudo ser rescatado del limbo reaccionario al que se lo había condenado.

Girri, uno de los más altos exponentes de una línea reflexiva y especulativa en la poesía argentina, y el más alto, si se considera América latina, siguió publicando después de la aparición de aquellos cuatro tomos de Corregidor. Esos libros contienen un último ajuste sobre su poesía, que fue cambiando, libro a libro, en sus más de treinta, aunque siempre ubicada en la misma perspectiva. Especialmente Monodias Existenciales, publicados a mediados de los 80, son dos libros que parecen clave en toda su amplia producción.

Corregidor entrega ahora [2010] una antología, realizada y prologada por Jorge Monteleone, y esto constituye un acontecimiento. Pero, ¡qué pobre resulta aún la consideración de este autor formidable, por parte de los críticos y de los editores! En casi veinte años no se ha reunido su obra completa.** Tampoco se reeditaron los libros que publicó después de los cuatro tomos de Corregidor. Sudamericana, sello con el que aparecieron algunos de esos textos, no lo hizo. Pampín acaso no tiene presupuesto para hacer más que lo que hace, y que está muy bien. Ignoro cuál es la situación de los derechos de Girri.

Monteleone es garantía de una buena lectura cuando se trata de poesía, y de un buen criterio selectivo. Junto con Daniel Freidemberg y Javier Adúriz, está entre los mejores críticos de poesía actuales (lamentablemente no es mucho decir en un campo en el que los críticos se cuentan con los dedos de una mano). La selección que ha hecho puede dejar más o menos satisfechos a unos, más a otros, pero es representativa y sirve para exponer el peso específico –que es mucho– de Girri en la poesía argentina. El libro abarca hasta su trabajo póstumo, Juegos alegóricos, editado en 1993, cuyo título contrasta con el del último libro que publicó en vida, el escueto 1989-1990.

En el prólogo, Monteleone presenta la figura histórica de Girri, siguiendo aquel derrotero desde el desdén del progresismo hasta la reconsideración entre las generaciones últimas: tanto los neobarrocos, los objetivistas y los neoclásicos, como una parte de la generación de los noventa que sintió su influencia.

Quitarle a Girri el sambenito de sus “relaciones con la embajada (estadounidense)” no era nada, comparado con tratar de que se entendiera su apuesta. Girri tenía fama de severo aristócrata, aunque el bronceado permanente de la piel apergaminada de este hijo de pobres inmigrantes vénetos se debía al sol de la plaza San Martín. Pero además tenía fama de arduo e incomprensible. Era un poeta extremo, para quien toda efusión sentimental constituía un “ornamento”. En los 40, bombardeó la fortaleza formal del tradicionalismo imperante dando rienda suelta al verso blanco y a una poesía que reflexionaba ya sobre el sentimiento elegíaco, común a su generación. Tradujo la poesía norteamericana e inglesa modernas a verso blanco y verso libre. Y usó la percepción reflexiva de la tradición anglosajona para postular otro tipo de vanguardia. Toda su obra, o gran parte, está atravesada, además, por el budismo y el taoísmo. Su objeto, a la par del de demostrar que vivimos en una realidad aparente (el maya brahmánico), era el de provocar un estado de atención inflexible sobre el texto: “Sigue el texto” era su consigna. Pero resulta que texto y objeto querían ser la misma cosa. La ambición tantálica de Girri era que fueran uno lo observado y el observador. Lo que pudo haber sido mera abstracción, nunca se alejó sin embargo del marco concreto de una realidad cotidiana, incluyendo en ella los textos ajenos en los que se inspiraba o a los que comentaba, prologaba, traducía o interrogaba, como a otros tantos objetos. Lo cotidiano era, en Girri, lo común -"lo propio, lo de todos"-, y también lo habitual, de lo cual partía. Su propósito, realizar una obra que pudiera ser leída sin referencias temporales externas, sin notas y aun sin firma.

Tal rigor hace por cierto difícil la lectura, sobre todo cuando sus libros comienzan a estructurarse a partir de emisiones de voz que se apoyan en infinitivos, en pronombres, en la segunda persona del singular. Con todo, esta poesía calificada de intelectual -quiere decir esto fría o abstracta- es asombrosamente vital. Si aspira al satori que absorbe lo contemplado y al contemplador, no olvida el peso corporal de seres y cosas: vejez, hollejos, pelusa, puertas, pisos: la celda del monje recorrida por insectos y crepúsculos. Esa espiritualidad fuertemente material de los libros de Girri, enamorado de sus “variaciones en la rutina” que son otros tantos intentos de abordaje de la misma meta, provocan el saludo del sacerdote trapense, poeta y crítico estadounidense Thomas Merton: “La imagen cotidiana del hombre es su enemiga. Debe ser destruida con palabras directas y paradojas. Tal es tu obra religiosa, mérito y sacrificio. ¡Golpea fuerte, Girri, con gracia metafísica!”.

Estos Poemas selectos abren de nuevo la puerta de ese mundo austero y deslumbrante. Un cosmos, diría Whitman. Claro está: no el de Whitman, sino su revés. La multitud ondulante whitmaniana en la que el uno aspiraba a fundirse y ser océano era, para Girri, el absoluto en el que se pretende no ya ser multitud ni un hombre en su cocina, sino más bien nadie, y con eso, todo


* Asesorada por Juan Carlos Martini Real, la editorial, ubicada en una posición "nacional y popular", editó en pocos años las obras completas de poetas renovadores de la década de los cuarenta.

** En 1991, Corregidor publicó el tomo VI de Obra poética, que reúne Trama de conflictos (1988), 1989/1990 (1990) y Juegos alegóricos. El editor de este blog acaba de conocer ese sexto tomo por gentileza de Manuel Pampín.

jueves, 19 de febrero de 2015

Siluetas de Luis Chitarroni
por Jorge Fondebrider

Comienzo por el encomio: Siluetas, de Luis Chitarroni, es un libro excelente que vale la pena leer y que se disfruta íntegramente. Y ahora, sirviéndome del prólogo de la primera edición, hoy suprimido, voy a la historia. Allí se lee: “La idea de ‘Siluetas’ surgió en una de las reuniones de la revista Babel a la que no asistí. (...) Poco después, Martín Caparrós me convocó en la sede de la revista donde él trbajaba (…) y me dijo que habían creído que yo podía trazar el perfil de algunos escritores y llamar a esos retazos “Siluetas”. (…) La elección de los escritores tenía ciertos límites; debía oscilar entre mis preferencias y las de las editoriales, ya que Babel se propuso ser desde el comienzo una revista dedicada a los libros que se publicaban en el país”. Sin embargo, según aclara Chitarroni, poco después de la primera entrega, la elección de los personajes –con las excepciones de Yves Bonnefoy y Bohumil Hrabal– quedó en sus manos. Por lo dicho hasta aquí hay que tener en claro que los textos aludidos se publicaron entre 1988 y 1991, los años en que salió Babel, alcanzando catadura de libro en 1992, cuando Juan Genovese Editor los reunió y volvió a publicar. Y acaso por las fechas, un equívoco frecuente, comprobable en otras reseñas, quiere que las minibiografías literarias de Chitarroni –que acaban de ser vueltas a publicar por La Bestia Equilátera– sean adscriptas sin más a una única tradición, inaugurada entre nosotros por las “Biografías sintéticas” que Borges escribió para las páginas de la revista El Hogar a finales de la década de 1930. Hay razones para que así sea: Textos cautivos, la recopilación inicial a cargo de Emir Rodríguez Monegal para Tusquets –hay un segundo volumen publicado más tarde por Emecé– salió en el mes de octubre de 1986, exactamente dos años antes de que las “Siluetas” de Chitarroni empezaran a ser conocidas y es posible que por ello muchos hayan vinculado unos y otros textos. Sin embargo, la filiación aludida pierde de vista el objeto, demorándose apenas en la forma. Por su carácter de narrativa breve, por la elección de los personajes biografiados y por no pocos rasgos estilísticos, tal vez habría que buscar más atrás –dicho esto en un doble sentido– en “Vidas de biógrafo”, uno de los textos con que termina Siluetas, donde se menciona el arte de la biografía y, entre otros, se alude a John Aubrey, a Samuel Johnson y fundamentalmente a Lytton Strachey, autor de unos magníficos Retratos en miniatura, a los que Chitarroni considera “una obra maestra aislada”, que compara con los textos de Gente portátil, de Paul West.


Ahora bien, en el prólogo actual –que ya ni título de prólogo lleva–, Chitarroni declara que “Casi veinte años atrás este libro no era exactamente igual; hoy la falta de modificaciones lo ha hecho muy distinto”. No se equivoca y esto queda en evidencia cuando confiesa: “las biografías se reducen a lo que son: ejercicios narrativos. Siluetas es un libro de cuentos tímido” Y acá sí cabe pensar en una comparación entre Chitarroni y el Borges que, no del todo convencido de que podía escribir ficción, trabajó con la biografía de personajes históricos –Historia universal de la infamia– obteniendo de ellos una trama para desarrollar un estilo. Entonces, a la luz de sus narraciones posteriores, podría pensarse que Chitarroni, dueño de una erudición hoy rara en las letras argentinas y de una prosa elegante digna de un gran estilista, encontró en la biografía de sus admirados personajes la trama que en otras ocasiones le ha sido esquiva. Sin ir más lejos y a modo de ejemplo extremo, la confesa ficción trazada alrededor del poeta inglés Gerald Manley Hopkins tal vez sirva como demostración del procedimiento.  

lunes, 16 de febrero de 2015

Actos sacramentales de Kenneth Rexroth
Por Jorge Fondebrider



Hace ya muchos años, como tantos otros lectores, me compré Nueva Poesía U.S.A. De Ezra Pound a Bob Dylan, aquella antología de Marcelo Covián, hoy clásica, publicada en Buenos Aires por Ediciones De La Flor, en 1970. Me había propuesto leerla sistemáticamente, del principio al fin,  para tratar de sumar a mi módico conocimiento de la poesía estadounidense todos los nombres que había entre los dos que se mencionaban en el subtítulo, los únicos que yo conocía por ese entonces. En razón de la selección y de las traducciones, mi memoria de ese momento sólo retuvo tres, y de los tres, versos aislados: Delmore Schwartz (“No te puedes sentar sobre bayonetas/ Ni tampoco puedes comer entre los muertos”), Denise Levertov (“Mientras lees,/ el mar está doblando sus páginas oscuras”) y Kennerth Rexroth, el mayor de los tres, de quien se publicaba toda una serie que, bajo el título “Poemas de un bestiario”, incluía “Buitre” (“Santo Tomás de Aquino pensó/ Que los buitres eran lesbianas/ Fertilizadas por el viento./ Si buscas los hechos de la vida,/ Los intelectuales papistas/ Pueden resultar muy engañosos.”).

Tiempo después, en 15 poetas norteamericanos, una antología seleccionada, traducida y prologada por Alberto Girri, que Bibliográfica Omeba publicó también en Buenos Aires, en 1969, volví a toparme con Schwartz y con Rexroth. Sobre este último, Girri había anotado: “A los sesenta y tantos años –nació en 1905– el considerable prestigio alcanzado por Kenneth Rexroth entre poetas y lectores de las últimas promociones en Estados Unidos se debe más a su labor de vocero y mentor de esas mismas promociones, especialmente del llamado ‘renacimiento poético de San Francisco’, que a sus meritorias versiones de poemas griegos, latinos, chinos y japoneses, y a su obra poética propia, abundante y variada, algunos de cuyos títulos son In What Hour (1940), The Signature of All Things (1949), The Dragon and the Unicorn (1952), In Defense of the Earth (1956), Natural Numbers (1963)”. Y más abajo: “Lamentablemente, ni la agudeza crítica de Rexroth, ni su vasta cultura e información, parecen haberle servido de mucho para elevar su poesía por encima de un nivel que casi nunca sobrepasa lo decoroso”.

Un poeta de la utopía


Más tarde, me  enteré de qué se había tratado el “renacimiento poético de San Francisco”, justamente leyéndolo a Rexroth. Según pude saber, luego de deambular durante algún tiempo por el mundo y por su país, se había instalado en esa ciudad de “jugadores, prostitutas, granujas y buscadores de fortuna” en 1927 y durante las décadas siguientes se había constituido en uno de los principales animadores de los grupos libertarios que luchaban por los derechos civiles, llegando incluso a ser objetor de conciencia durante la Segunda Guerra mundial. En La poesía norteamericana en el siglo XX, volumen publicado en 1975 por la porteña Editorial Nova, Rexroth apuntaba la importancia de su ciudad adoptiva: “San Francisco es la única ciudad importante de Estados Unidos, salvo Nueva Orléans, no colonizada por la difusión del carácter puritano. La colonizaron tipos humanos truhanescos y anarquistas atraídos por la fiebre del oro, italianos del norte que pronto se convirtieron en uno de los grupos de élite de la ciudad, y un reducido número de familias judías procedentes, en su mayor parte, del norte de Baviera, casi todos en buena posición económica y con una alta formación cultural anterior a su migración a los Estados Unidos. Hasta la época en que la ciudad se vio envuelta en la explosión demográfica, los conflictos raciales y la política deshonesta de la década de 1960, era uno de los últimos reductos de la vie mediterranée, del laissez faire personal y del dolce far niente, con seguridad una ciudad más mediterránea que Barcelona, Marsella o Génova después de la Segunda Guerra mundial”. A esta visión particular de la ciudad –cuyas afueras, durante la guerra, estaban jalonadas por campos de concentración para objetores a la guerra–, Rexroth añade otro elemento fundamental: “La religión, la literatura y el arte del Lejano Oriente eran mucho más accesibles en San Francisco, más fácilmente obtenibles que en Nueva York. (...) La influencia de las culturas japonesa y china es direca; después de todo, el océano Pacífico no es más que agua, y China y Japón son adyacentes a California. Una masa de tierra densamente poblada es una barrera; el océano, como el desierto y la estepa asiáticos, es un largo puente. Culturalmente, San Francisco tenía un contacto más estrecho con Londres y París que con Nueva York”. El tercer atractivo, siempre según Rexroth, eran los altos salarios que percibían los obreros, atractivos para los escritores jóvenes de la Costa Este. “Todos estos factores se combinaron –anota Rexroth– para producir una cultura regional que difería en casi todos los puntos con el mundo literario del resto de Estados Unidos, centrado en Nueva York. No se trató de un mero renacimiento regional, como el del Medio Oeste, con centro en Chicago, de los primeros años del siglo. Se parecía más a la cultura de un país diferente, cuyos habitantes, casualmente, hablaban inglés norteamericano”.

Los poetas del renacimiento poético de San Francisco no conformaron un grupo uniforme. Fueron llegando a la ciudad de a poco y constituyeron distintas capas geológicas que luego entraron en relación. Primero estaban Robert Duncan, Philip Lamantia, Jack Spicer y Brother Anoninus. Después, vino Kenneth Patchen y en los años posteriores a la guerra llegaron Lawrence Ferlinghetti –quien compró la librería City Lights, más tarde también editorial– y Michael McClure. Con posterioridad, fue el turno de los miembros de la generación beat: Allen Ginsberg, Gregory Corso, Jack Kerouac y Gary Snyder, entre otros.

Rexroth estuvo presente en cada una de estas instancias, que él mismo animó, para luego desencantarse. Según señala el crítico y traductor Eliot Weinberger, “abrazó por corto tiempo el movimiento de los beats (pese a su famosa frase de renuncia: ‘Un entomólogo no es un insecto’), tal como lo hizo con otros grupos: los Wobblies –una manera de nombrar al Sindicato Mundial de Obreros Industriales–, el John Reed Club –una institución literaria ligada con el comunismo–, el anarquismo, el Partido Comunista (que le negó la membresía), el movimiento de los derechos civiles, el hippismo, el feminismo...”. En suma, diversas formas de pensamiento que Rexroth interpretó como próximas a la idea de la fraternidad entre los seres humanos, sin por ello privarse de la correspondiente decepción cuando sus ideas utópicas chocaron contra los imperativos de las instituciones. De hecho, Weinberger así lo señala: “Sus enemigos fueron las instituciones (el Estado norteamericano y el soviético, las corporaciones, las universidades y la Iglesia) y sus productos: la represión sexual, el arte académico, el racismo, el sexismo, la falta de encanto de la burguesía, el mito del progreso, el saqueo del mundo natural”. Y Weinberger continúa: “Fue el gran poeta de los Estados Unidos, pues sólo él, entre los poetas de este siglo, se ocupa de casi todo lo que hay de amable en este país: la vibrante vida callejera de los guetos, los lugares selváticos, el genuino anticapitalismo popular, el jazz y el rock and roll, las comunidades utópicas, los pequeños grupos de vanguardia de las diversas artes, la lengua norteamericana y todos los terrones que aún no se han fundido en el crisol”.

La búsqueda de unas razones


La próxima noticia que tuve de Rexroth llegó unos años más tarde. Un día de 1986, Diana Bellessi llegó a la redacción de Diario de Poesía con unas “traducciones” de una poeta japonesa, de nombre Marichiko. Casi un año después, ella misma nos hizo saber que se trataba de una falsificación. Lo señaló con estas palabras: “En 1981 llegó a mis manos un libro de Rexroth publicado por la editorial New Directions –The Morning Star– que incluye, siguiendo una inteligente modalidad norteamericana, poemas y traducciones del autor. Allí descubro a Marichiko, una poeta contemporánea oriunda de Kyoto a quien Rexroth traduce extensivamente. Acompañan la versión numerosas notas sobre el trabajo de traducción y reflexiones acerca de la poética de la autora. Tradición y modernidad se ligan en los textos de Marichiko y una apasioanda carnalidad que desemboca progresivamente en melancolía, también apasionada. Textos hablados desde el cuerpo de una mujer, hablados desde el cuerpo de su amante cuyo género es señalado por el propo Rexroth, como ‘ambiguo’”. Luego, Diana comentaba cómo recibió el ensayo de Weinberger citado más arriba, donde, entre otras cosas se lee que Rexroth “tradujo dos antologías de poetas chinas y japonesas; tradujo y publicó a la poeta japonesa contemporánea Kazuko Shiraishi y –en la que constituye la mejor de sus traducciones– a la poeta de la dinastía Son, Li Qingzhao; además inventó a una joven poeta japonesa llamada Marichiko, una mujer de Kyoto, y escribió sus poemas en inglés y japonés”.

Me imagino que los integrantes del Diario de Poesía no habíamos sido los primeros en creer en la veracidad de la traducción de Rexroth y supongo que no importa, porque la buena poesía –como la literatura y el arte en general– no tiene la obligación de decir la verdad, sino de ser verdadera. Y Marichiko era tan verdadera como la mayoría de los otros muchos poemas que Rexroth escribió a lo largo de su vida. ¿Fue esa verdad, apoyada en la experiencia humana de lo inmediatamente cotidiano lo que le molestaba a Girri? ¿O fue la expresión demasiado llana lo que, siempre según Girri, puso a la poesía de Rexroth en el límite del decoro?

El lector argentino, que lo viene leyendo desde hace rato en numerosas antologías de poesía norteamericana –entre otras, la de Agustí Bartra, la de Ernesto Cardenal y José Coronel Urtecho, etc.–, ahora puede sumar el volumen que tradujo Alberto Manzano y que le está íntegramente dedicado. Actos sacramentales, en sus 177 páginas, incluye una buena selección de 11 libros de Rexroth, escritos entre 1920 y 1979, año éste en que se publicaron los poemas de Marichiko, también presentes en el volumen. La traducción, aunque española, es buena y viene a llenar un vacío que, a pesar de los reparos de Girri –reparos que no fueron un impedimento para que él mismo tradujera a Rexorth–, valía la pena que se llenara. La misma editorial, con posterioridad a este libro, recientemente distribuido en la Argentina, publicó sendas antologías de poesía japonesa, cuyas traducciones al inglés, hechas por Rexroth, fueron igualmente traducidas al castellano. Todo ese material podrá sumarse al espléndido sitio de Internet dedicado al poeta, una de cuyas secciones incluye numerosos textos en castellano (http://www.bopsecrets.org/Spanish/index.htm ).

martes, 10 de febrero de 2015

La tendencia materialista, de Violeta Kesselman, Ana Mazzoni y Damián Selci                   
por Jorge Aulicino

                                                                                          La contemporaneità temporale del trasumanar non è l' organizzar?
                                                                                                                                                            Pier Paolo Pasolini


De izq. a der., Mazzoni, Kesselman y Selci
Toda época, y toda épica, debe tener un Zdanov.* No lo necesitó el momento revolucionario, inevitablemente a-histórico, de la ex URSS. Lo necesitó la construcción ideológica que lo sucedió. Y aun después -expandida en el mundo de la izquierda la crítica política y cultural al Kremlin- continuó propagándose su delicada baba. En 1971 Pier Paolo Pasolini escribía: "Sartre, en lugar de Zdanov". La regimentación del arte formó parte de la artritis del marxismo soviético hasta la caída de Berlín Oriental. La "tendencia materialista", que acaba de fundarse en la crítica Argentina, padece ese mal, con muy escasa -a veces pasmosamente escasa- relaboración de lo restos discursivos de la Sociedad de Escritores Soviéticos.

La tendencia materialista, de Violeta Kesselman, Ana Mazzoni y Damián Selci (Paradiso Ediciones, Buenos Aires, 2012), es, antes que una "antología crítica de la poesía de los 90" (en la Argentina), un pequeño manifiesto de lectura, que se basa en la obra de siete poetas, agrupados en tres núcleos de "percepción": la percepción cultural, la percepción política, la percepción histórico-económica. Percepciones que se reúnen, y a veces se superponen, en la "tendencia" perceptiva que da cuenta de la "época reciente". Y no solo como un discurso más: según el prólogo de esta obra, “algunas de las mejores ideas de esos años están escritas en verso". Zdanov, por cierto, no hubiera llegado a tanto. La Academia de Ciencias de la URSS -si no directamente el CC del PCUS-, lo habría lapidado. Sartre quizá se hubiese atrevido, remplazando "verso" por "obras de literatura".

No se trata de que no sólo siete sino tal vez veinte poetas podrían habitar los núcleos de percepción enunciados en el libro. No se trata de los que "no están". Ni se trata de que el principal fogonero de un estilo materialista de orden realístico en los 90, y uno de los mejores poetas de la época, como Daniel García Helder, esté excluido de la selección. Más bien se trata de cómo se presentan los elegidos. Se trata de que éstos ejemplifican que la poesía no es otra cosa que una lectura de la época, tanto más apreciable cuanto más lúcida al respecto.

Arrinconado Ernesto Sabato cierta vez por una pregunta acerca de la literatura como mera portadora de ideas filosóficas, políticas y sociales, la defendió diciendo: "¡Pero y qué queda de una obra literaria si usted saca de ella toda idea filosófica, política o social! Haga la prueba de quitar esas ideas de cualquier obra, una por una, y no le quedará nada". Es rigurosamente cierto, como hubiese dicho el editor y poeta José Luis Mangieri, pero una pequeña objeción cabría interponer: haga lo inverso y no necesariamente logrará una obra literaria. El problema en el que se embarcó en el siglo XX la crítica  marxista, incluso la de algunos Partidos Comunistas,  para distinguir  lo específicamente estético en el texto literario, lo tenemos resuelto -de nuevo al modo zdanoviano- en una breve introducción a una limitada muestra de poesía, en el siglo XXI. Esto es, mediante el recurso zdanoviano: lo que no va en el sentido de la historia, sencillamente no cuenta. O dicho de otro modo, la poesía no es otra cosa que una bien formulada crítica de la historia. Hay que reconocerlo: esto ya es algo menos, y algo más, que mero realismo socialista. De todos modos, "eludir la atemporalidad", como señala el prólogo, no es otra cosa que una reformulación reduccionista de la propia doctrina realista de cuño marxista, ya que ninguno como Marx hubiese aspirado a precisamente la "atemporalidad" hegeliana de la idea consumada, es decir, la revolución, ese especie de punto de densidad infinita en el que caducan todas las leyes de la física; en nuestro caso, de la historia.

Marx hubiese visto en Zdanov cómo la sustitución de lo hegelianamente productivo por la "realidad" había devenido nuevamente ideología. Simplemente porque a un proceso, el realismo, se la había agregado un adjetivo: socialista, en pendant con ese materialismo al que Engels le había adosado a su vez un calificativo movilizador: dialéctico. Habrá que reconocer también que los antólogos admiten que la percepción política de los 90 choca con la realidad y se produce un "encuentro frustrado entre una percepción política y un objeto renuente a la transformación positiva". Ese objeto renuente al cambio “positivo” es, o parece ser, la sociedad inficionada de neo-liberalismo y de ideas relativas al fin de los "grandes relatos" en los 90. Pero vale la intención. Pues sería “positiva” –y no quisiera recordar el “héroe positivo” del realismo socialista- cierta literatura que de ello deviene.

Más acabado se presenta para los autores el discurso del poeta civil que anima el núcleo socio-económico de la tendencia materialista. Allí los antólogos contemplan, cabalmente realizada, la función de la poesía, especialmente en una época adversa para el cambio social. Como si la crisis de 2001 en la Argentina hubiese sido la crisis del capitalismo global, y como si un fenómeno local representase a la sociedad entera del planeta, los autores de la antología creen percibir que no todo está perdido a partir de entonces, y encuentran en un poeta, en uno solo, Carlos Raimondi, la reorganización del discurso crítico, digamos, "positivo". En un solo punto del planeta, y en una sola obra, la totalidad cultural y las múltiples herencias recibidas por el pensamiento marxista tienen finalmente expresión. Pues "Poesía civil [el libro de Raimondi] vuelve convergentes el legado de la Ilustración (en la medida en que prima la voluntad de conocimiento de la realidad), el humanismo clásico (porque la cultura y la literatura son espacios donde se solidifican las contradicciones de una sociedad) y el materialismo histórico (en cuanto la economía política aparece como la clave de una comprensión estricta de los procesos sociales)".

Está claro que la obra de Raimondi, en el plano analógico de la poesía, remeda la estadística, la economía y el discurso histórico, y que es este su más alto logro. De alguna manera incluso es legítimo decir que Raimondi escribe en el vacío de la economía clásica, y que (sólo analógicamente, mediante la mímesis de ese discurso) abona el terreno de una crítica social y económica ausente, o silenciada, o camuflada, o travestida. En ese sentido, también, Raimondi es un poeta antiguo, un anacrónico consciente, un revolucionario (en tanto la revolución juega hoy en el campo de la restauración). Pero queda claro que Raimondi no escribe economía política, ni crítica social, y que su poesía civil, que civilmente convoca los fantasmas de los antiguos pensadores materialistas, hace su tarea en el terreno de la poesía, que es, precisamente, el terreno de la analogía, de la retórica que evoca la falta, cualquiera sea la dimensión que demos a esta palabra, tan connotada hacia la teoría lacaniana del inconsciente.

Raimondi, y cualquiera de los poetas de la "tendencia", como sus padres, tíos y abuelos, ejerce el estilo, que es la maldición de la crítica literaria sociológica, porque en él anida aquello que no es más que silencio y falta. Volvamos –vía Lacan, quien nos ha salido al encuentro- a Freud, cuya idea de "sublimación" ha sido puesta en cuestión a través de la crítica ejercida al menos por dos autores de esta antología. Incluso Raimondi sublima, en tanto la poesía renueva siempre el mecanismo sublimador que para el padre del psicoanálisis formaba parte de la economía del espíritu humano, y de ningún modo pertenecía a un mundo fenecido, romántico o espurio. Como la propia ideología que Marx creyó podría ser abolida junto con los mitos, entre ellos, uno que él mismo tradujo en términos propios: el del Juicio Final y el descenso de la nueva Jerusalén: la Revolución (es decir, el verdadero final, orgiástico, de la Historia, o al menos de la historia como la conocemos hasta hoy).  Marx no pensó, claro, eludiendo la idea de "atemporalidad", sino todo lo contrario.  El momento “a-histórico” de la revolución reiniciaría la historia. Pero aquí se detiene Marx porque no es posible ver más allá de ese momento. Como no es posible ver más allá del Big Bang.

Que el recorte de este libro se opere sobre una cierta cantidad limitada de autores hace interesante menos  a los autores que al recorte en sí mismo como sintomático de época. Implica asimismo la visión de un corte donde no lo hay, pues los 90 fueron el fruto renovado de una tradición de los líricos argentinos, no sólo en su variante realístico objetivista, sino en otras, no mencionadas en el ensayo disperso en estas páginas:  un neo-lirismo escasamente tenido en cuenta, en general (y no sólo en esta antología) y la persistencia de una variante tradicionalista,  por ejemplo, que fueron y son tensores interesantes hasta hoy y que dicen en sí mismos algo más rico sobre los años recientes que la sola conciencia del medio en el que se escribe.  La representación de la “percepción cultural” es la más pobre, en el contexto de esta antología (la menos representada), dado que la característica común a los 90 ha sido la de ofrecer una nueva visión de la cultura, en directa relación con la definitiva incorporación de lo “bajo” en lo “alto”, con una radicalidad que es casi fundante de un nuevo dialecto. Con el tiempo, quizá de una nueva vulgari eloquentia. Las posibilidades imaginativas abiertas por una cantidad variable de poetas no incluidos en la selección de obras, y sin embargo mencionados en el ensayo, no fueron tenidas en cuenta. Y tal vez la relación realidad-imaginación, ficción-poesía que trabajaron esos poetas (más todos los incluidos en la muestra, aunque de distinto modo) ha sido uno de los aspectos más interesantes de los realísticos pero imaginativos 90.

* Andrei Alexandrovich Zdanov (1896-1948), organizador de la Kominform y de la "línea" ideológica del arte soviético.

jueves, 5 de febrero de 2015

Obra Poética y Otros Textos de Arturo Fruttero
por Jorge Fondebrider


En su célebre ensayo "La tradición y el talento individual", T.S. Eliot señaló que cada nueva obra de arte que se crea se inscribe en una serie con aquéllas que la preceden, de modo tal que el presente continuamente reordena el pasado. "El orden existente —dice Eliot— está completo antes de que llegue la obra nueva; para que el orden persista después de sobrevenir la novedad, todo el orden existente debe alterarse, por muy ligeramente que sea; y así se reajustan las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de arte con respecto al todo; y esto significa conformidad entre lo viejo y lo nuevo."

Una de las consecuencias inmediatas de este punto de vista hace que todo canon resulte entonces muy relativo porque en el juego de los reordenamientos lo que importaba puede dejar de importar y aquello que parecía destinado al olvido puede reaparecer con fuerza en el futuro. Digamos entonces que todo depende en buena medida de cuánto sepa una comunidad determinada acerca de todos los artistas que en ella actuaron, de cuáles sean las necesidades de esa comunidad y, en función de esto último, de saber por dónde pasen los humores que el tiempo o las circunstancias convertirán en respuestas o en modas. Hugo Wast o Manuel Gálvez, por ejemplo, en su momento fueron autores muy leídos; hoy, con suerte, sus obras apenas constituyen el material para modestas monografías universitarias en, digamos, Nôtre Dame, Wisconsin. Nada nos impide pensar que no vaya a ocurrir lo mismo con Osvaldo Soriano o Abelardo Castillo.
            
En el caso particular de la poesía argentina, durante los últimos veinte años del siglo XX, el "descubrimiento" de diversas obras que, en distintos grados y por diferentes causas ha modificado el cuadro general del género en nuestro país, ha obligado a los poetas y al público del período al mentado reacomodamiento al que se refería Eliot. Algunos poetas relegados por las generaciones anteriores se han vuelto profundamente influyentes entre las nuevas generaciones (Joaquín O. Giannuzzi); otros, han retornado del olvido aparentemente para quedarse (J.R. Wilcock); algunos han alcanzado la definitiva madurez y, con ella, la aceptación más o menos general (Juana Bignozzi); otros —fundamentalmente aquéllos que residen en el extranjero o en el interior del país— luego de realizar una obra casi secreta al margen de las corrientes principales de Buenos Aires, ha hecho una súbita irrupción, instalando su voz ahora definitiva en un panorama que antes los había ignorado (Arnaldo Calveyra, Jorge Leónidas Escudero). Corresponde agregar aquí, que no son pocos los poetas del Litoral pertenecientes a este último grupo. Apenas recurriendo a la memoria, menciono a Hugo Padeletti, a Beatriz Vallejos, a Aldo Oliva, a Francisco Gandolfo, a Juan Manuel Inchauspe y, a partir de la espléndida edición realizada por Osvaldo Aguirre para la Editorial Municipal de Rosario —que hasta hace poco dirigió Elvio Gandolfo—, a Arturo Fruttero (1909-1963) quien, fuera de su ciudad natal, fue hasta la fecha uno de los secretos rosarinos mejor guardados.

El cuidado volumen, titulado Obra poética y Otros Textos, incluye un prólogo de Aguirre, Hallazgo de la roca (1944; el único volumen que Fruttero publicó en vida), una serie de "textos preliminares" (suerte de iluminaciones infantiles), varios poemas dispersos (rescatados de revistas o proporcionados por el historiador Ricardo Ortal Nadal y por Padeletti), varios ensayos (sobre la poesía del uruguayo Carlos Sabat Ercasty, sobre Fausto Hernández, sobre la poesía de Charles Baudelaire, sobre la pintura de Domingo Garrone), varias notas (nuevamente sobre Baudelaire, sobre la poesía de Hugo Padeletti, etc.), su correspondencia y un apéndice que incluye su bibliografía édita e inédita completa (allí nos enteramos que tradujo a Rilke, a Shelley, a D.H. Lawrence, a Charles Lamb, a Gerard de Nerval, a T.S. Eliot, a Gerard Manley Hopkins, a Emily Brontë, a William Blake, a Edith Sitwell, a Samuel Taylor Colerdige, a Vassily Kandinsky y la casi totalidad de Las Flores del Mal ). En total 337 páginas —acompañadas por las notas de Aguirre— que producen, curiosamente, el mismo efecto que una ficción de Saer: la de la misteriosa vida de un poeta e intelectual de provincia quien, además, trabajó como subjefe en la Oficina Química Municipal, hasta su jubilación anticipada por un conflicto con la empresa Coca Cola ("según recuerdan sus familiares —anota Aguirre—, el motivo de la polémica era la exigencia de que se especificara la inclusión de cafeína entre los componentes de la gaseosa") y como farmacéutico en Campo Viera (Misiones), desde donde dos años después retornó a Rosario para instalarse en el pueblo de Colonia Belgrano.

Todo esto no pasaría de ser una rareza, si en la singularísima obra de Fruttero no se leyeran versos como los contenidos en "Arte poética" (de 1942): "Aspiro a un verso avezado en el deporte, con el que se pueda practicar el  crawl en las piletas/ Y zumbar en el vórtice del automóvil desenfrenado./ Elástico para que rebote si en un descuido escapa a la memoria,/ Y veloz para salvar sobre su proa el agua antigua de nuestro río inmenso y ocre./ Un verso que pueda alinearse decúbito a lo largo de todo el horizonte,/ O ascender vertical los meridianos hasta dar con la vuelta de la tierra. " O como los que incluye "Fruttero se va al campo", acaso su poema más famoso, en el que, entre las muchas cosas que se lleva, está "ese loco lindo de Marx, precedido por Feuerbach, y/ seguido por Engels, Lenin y Stalin, y un paso más atrás el réprobo de León. " Y más adelante: "Se va al campo con el bizantismo de Husserl, siempre edificante,/ Y los melodramas de Heidegger, siempre regocigantes. " Y también: "Llevará la Endocrinología de Pende para las disfunciones humorales/ y algún diccionario vitamínico para las alternativas de la dieta. " Como puede leerse, una simple comparación con lo que por esos mismos años escribían la mayoría de sus contemporáneos porteños —para entonces, agobiados por el neorromanticismo de los años cuarenta, las formas fijas y la imitación de Rilke y de Neruda— bastaría para que a Fruttero se le asignase un lugar privilegiado en el canon más exigente.

Definitivamente, este libro —que vale la pena conseguir— obliga a relativizar una vez más lo que sabemos de la poesía argentina del siglo que pasó. A la vez, a prestar atención al trabajo que se realizó y se sigue realizando fuera del circuito editorial de Buenos Aires. Finalmente, a un poeta mayor, muchos de cuyos poemas, traducciones y reflexiones sobre el arte merecen un lugar destacadísimo en nuestra historia cultural.

martes, 3 de febrero de 2015

Shakespeare. La invención de lo humano de Harold Bloom
por Jorge Fondebrider

En una proporción similar a la de los carpinteros, futbolistas, psiquiatras, veterinarios o músicos —para nombrar apenas algunos de los muchos oficios y profesiones existentes—, los buenos críticos culturales son raros y más bien pocos. Harold Bloom es uno de ellos y, por muchas razones, se cuenta entre los más eminentes de hoy en día. Formado en la tradición clásica, enseña Humanidades en la Universidad de Yale y Literatura Inglesa en la Universidad de New York, ciudad en la que nació en 1930.

Una parte sustantiva de la obra de Bloom —acaso la más sólida— está dedicada a investigar la literatura a partir de hipótesis originales, como ocurre en La compañía visionaria, La angustia de las influencias  o Poesía y represión. De William Blake a Wallace Stevens. Otros trabajos, en cambio, se adentran en el terreno de las creencias y la fe, como es el caso en El libro de J., La religión en los Estados Unidos o, más recientemente, Presagios del milenio, un volumen que estudia y analiza con la mayor seriedad y erudición la historia de los ángeles, la de los sueños proféticos, la resurrección y los milagros desde sus orígenes judeo-cristianos, sufíes y gnósticos hasta su degradación en New Age y autoayuda. Existe, por último, una tercera categoría, a la que podría denominarse "didáctica". A ella corresponde fundamentalmente El canon occidental, posiblemente su obra más polémica a la fecha, la cual arroja no poca luz sobre algunas de las cuestiones que más nervioso lo ponen a Bloom.

La primera de esas cuestiones —compartida por una porción sustantiva de la humanidad—, está teñida de fatalismo: haber nacido en esta época en la que, para la mayoría de la gente, todo da un poco lo mismo o, al menos, eso pretenden hacernos creer. En ese contexto, Bloom se ha rebelado ante lo que juzga como "el actual envilecimiento de nuestras instituciones de enseñanza, aquí y en el extranjero". Responsabiliza por ese estado de cosas a la ideología de lo políticamente correcto que, a fuerza de eufemismos, contribuye a crear la ilusión de que, justamente, todo es más o menos lo mismo. Así, entre sus blancos preferidos se encuentra la ultrapromocionada Maya Angelou, poeta laureada de su país e intocable para la mayoría de los críticos por ser a) mujer —para peor, violada de niña—, b) negra, c) lesbiana y d) militante de muchas causas nobles, además de amiga personal de los Clinton. Para Bloom, sencillamente, es una pésima escritora.

La segunda cuestión se relaciona con la primera: Bloom es verdaderamente culto en un país de incultos y, por ello, abomina la equiparación de la cultura "baja" con la "alta". No está dispuesto, por ejemplo, a aceptar que las series de televisión se asimilen al rango de la filosofía ni que los retratos de Homero Simpson se exhiban en las mejores galerías neoyorkinas junto con los de Da Vinci o Vermeer, como efectivamente ocurrió. Por lo tanto, sus ensayos sobre literatura, religión y sociedad, inscriptos en una tradición hoy desdeñada en los Estados Unidos, fueron escritos por oposición a las tendencias intelectuales en boga así como en contra del contexto universitario de ese país, que hoy privilegia los llamados "estudios culturales", a los que Bloom, generalizando un poco injustamente, califica de "pantanos antielitistas".

La tercera cuestión surge directamente de las otras dos: la pasión que anima a Bloom y el énfasis con que dictamina sobre lo que está bien y lo que está mal en la cultura occidental contemporánea lo vuelven dogmático, no pocas veces retrógrado y, en oportunidades, francamente odioso. Detesta, por ejemplo, a los franceses y considera que, desde la muerte de Paul Valéry, nada bueno salió de París, ciudad anegada por los Barthes, los Foucault, los Lacan y los Bourdieu, a quienes tilda de "resentidos profesionales".

Ahora bien, tanto por su interés intrínseco como también por cuestiones de mercado, los ensayos de Bloom circulan por todo el mundo, como si hubiesen sido escritos para ese inmenso público. Pero los lectores ajenos a las taras y deficiencias de la educación norteamericana —que son muchas más de las que se sospecha—, no siempre advertimos que la vehemencia de Bloom al defender sus puntos de vista obedece, en buena medida, a circunstancias que, como no estadounidenses, no nos atañen o sólo nos importan en una dimensión más acotada. Dicho esto, conviene entonces medir esas opiniones en relación con el marco en el que fueron vertidas. Por ejemplo, su famoso Canon occidental tenía intenciones netamente pedagógicas y se dirigía a un público al que podrían imputársele severas lagunas en su formación. Pero, por obra y gracia del mal periodismo, ese libró se transformó en una suerte de ranking ridículo de la literatura de Occidente, cuando en realidad estaba dirigido a dejar mayormente en claro un orden de prioridades para que no se pusiera en pie de igualdad a Walt Whitman y —por decir alguien— nuevamente a Maya Angelou.

El monumental Shakespeare. La invención de lo humano, publicado en su momento por la editorial Norma,  es el último libro de Bloom y, según sus palabras, el resultado de una vida de lecturas y de más de veinte años de enseñar sistemáticamente al dramaturgo en las aulas de las vilipendiadas universidades estadounidenses. El curioso y polémico subtítulo de la obra tiene que ver con la manera en que el crítico ha leído al autor de Hamlet, a quien considera la cima del canon universal: "La idea del carácter occidental —escribe—, del ser interior como agente moral, tiene muchas fuentes: Homero y Platón, Aristóteles y Sófocles, la Biblia y San Agustín, Dante y Kant, y todo lo que quieran añadir. La personalidad, en nuestro sentido, es una invención shakespeareana, y no es sólo la más grande originalidad de Shakespeare, sino también la auténtica causa de su perpetua presencia. En la medida en que nosotros mismos valoramos, y deploramos, nuestras propias personalidades, somos los herederos de Falstaff y de Hamlet, y de todas las otras personas que atiborran el teatro de Shakespeare con lo que podemos llamar los colores del espíritu ". A partir de estas premisas, para Bloom, nada existe antes de Shakespeare y todo lo que vino después deriva, en buena medida, de él: "La vida misma —añade Bloom—se ha convertido en una irrealidad naturalista, en parte, debido a la prevalencia de Shakespeare. Haber inventado nuestros sentimientos es haber ido más allá de nuestra psicologización ". Y más adelante: "¿Podemos concebirnos a nosotros mismos sin Shakespeare? Cuando digo 'nosotros mismos' no me refiero sólo a los actores, directores, profesores, críticos, sino también a usted y a todos lo que usted conozca. Nuestra educación, en el mundo de habla inglesa, pero también en muchas otras naciones, ha sido shakespeareana. Incluso ahora que nuestra educación ha fallado y Shakespeare es vapuleado y truncado por nuestros ideólogos de moda, esos mismos ideólogos son caricaturas de energías shakespeareanas "

Digamos que, de la misma manera que esas hipótesis ingeniosas que acostumbra lanzar Ricardo Piglia entre nosotros —"Borges es el último escritor del siglo XIX", etcétera—, la presentación que Bloom hace de Shakespeare, su modo de leerlo, es apenas una idea más entre las muchísimas que a la fecha ha suscitado el creador de Macbeth. Bloom, desgraciadamente, no lo ve así y, acaso por las razones estadounidenses de las que antes hablamos, supone que "su" manera es "la" manera de leer, dedicando parte de sus energías a desmontar con ahínco otras posibilidades de lectura. Para justificar lo uno y denostar lo otro se apoya en un aparato erudito por momentos fascinante que, a lo largo de las 734 páginas de la edición castellana, le permite analizar cada una de las obras de Shakespeare con increíble detalle. Por otra parte, además de sintetizar lo que otros críticos han dicho en el pasado sobre las piezas en cuestión, suma sus propias ideas, muchas veces, auténticamente originales, aun cuando no necesariamente se coincida con ellas

Más extremo que George Steiner y mucho menos progresita que Edward Said —probablemente sus únicos competidores en el panorama crítico de los Estados Unidos actuales—, Bloom, por la naturaleza de sus dichos, pertenece a ese selecto grupo de opinadores contundentes que integran Ezra Pound, Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges, Joseph Brodsky o Seamus Heaney, con los cuales, aunque no siempre coincidamos con ellos, sólo tangencialmente se puede discutir, tanta es su erudición. Como en los casos citados, la lectura de Bloom está llena de sugestión y originalidad, cualidades que, paradójicamente, uno suele encontrar en la tradición.