miércoles, 25 de febrero de 2015

Las alas de la paloma de Henry James
por Carolina Esses

Hay una escena memorable en Las alas de la paloma, de esas que se recuerdan, aún mucho tiempo después de haber completado la lectura, como cifra de la novela. El lector, paciente y acostumbrado al ritmo de James, la encuentra allá por la página 250, justo cuando comenzaba a pensar que el conflicto no iba a desatarse nunca.

Sentada a la mesa, la alta sociedad londinense debate el “caso Milly Theale”: pasado y futuro de la heroína, esa paloma agonizante, neoyorquina en viaje por Europa y ausente esa noche a la cena. Un desilusionado Merton Densher –periodista pobre y enamorado– mira entre los invitados a Kate Croy, antítesis de Milly –la hermosa y hábil manipuladora o el ave depredadora (croy/crow: cuervo) si leemos en clave simbolista– e imagina que le pregunta: “Dime una cosa amor mío, ¿es este el gran mundo?” En el silencio de Kate, Densher escucha o, mejor dicho, lee: “Por supuesto que no, querido. ¿Por quien me tomas? Esto no es ni por asomo el gran mundo: es sólo una pobre y tonta imitación, del todo inofensiva.” Ninguno de los dos personajes llega a formular su parte del diálogo, sin embargo estas palabras actúan como motor de toda la novela. Porque no solo se refieren a la hipocresía de las altas esferas londinenses, tampoco a la ambición de los personajes que miden el valor de cada cual según su posibilidad de intercambio, ni siquiera a las tretas de los dos amantes dispuestos a todo con tal de estar juntos. Se trata de arrojar sobre la mesa los límites de la novela realista que, parece decirnos un James consciente de estar atravesando sus límites, es solamente una posibilidad entre muchas, un juego, un simulacro que nada tiene que ver con “el mundo real”.

Alguna vez se tildó esta obra de melodramática; ¿pero no era acaso melodramático el mundo de Jane Austen cuya huella todavía se percibe en James? A través de las casi quinientas páginas de esta cuidada versión que ofrece El cuenco de plata, traducida por Alberto Vanasco y revisada por Edgardo Russo –vale hacer hincapié en el interesante fondo editorial que esta editorial ha sabido hacerse–la pregunta que se repite una y otra vez es sobre el valor y por lo tanto sobre lo relativo. Abandonando todo absoluto, los personajes pasan a ser o asumen el rol que sobre ellos imprimen los otros. ¿Cuánto vale Milly Theale para los conservadores ingleses, cuánto para la pareja de amantes, cuánto vale su historia, incluso, para la narración?

Desde el vamos James rodea a cada uno de sus personajes, los presenta a partir de diferentes puntos de vista, evadiendo el núcleo argumental en lo que él mismo llama desvíos de la trama.  A pesar suyo, si tomamos en serio su Prefacio. Ahí explica lo inexplicable: por qué la narración se le ha ido de las manos, por qué se ha detenido en tal o cual situación y por qué en realidad esa demora podría haberle llevado muchísimas páginas más (o tomos o libros). La respuesta que no da pero que el lector puede inferir es que, de dejarse llevar, la demora podría haber sido inacabable. Se trataría de desmenuzar escena por escena en unidades cada vez más pequeñas, como hizo el impresionismo. Esta técnica de establecer círculos concéntricos que se van acercando a un centro incierto –el corazón vacío de una nuez parafraseando a Conrad o, aquí,  el espacio ausente que es Milly Theale– nos lleva a lo que vino inmediatamente después –obras excepcionales como El buen soldado de Ford Madox Ford– pero, sobre todo, a los grandes proyectos narrativos el siglo XX.  Las alas de la paloma es una obra de largo aliento en la que lector no puede sino agradecerle al autor que se haya dejado llevar por el exceso. 

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