Las alas de la paloma de Henry James
por Carolina Esses
Hay una escena memorable en Las
alas de la paloma, de esas que se recuerdan, aún mucho tiempo después de
haber completado la lectura, como cifra de la novela. El lector, paciente y
acostumbrado al ritmo de James, la encuentra allá por la página 250, justo
cuando comenzaba a pensar que el conflicto no iba a desatarse nunca.
Sentada a la mesa, la alta sociedad
londinense debate el “caso Milly Theale”: pasado y futuro de la heroína, esa
paloma agonizante, neoyorquina en viaje por Europa y ausente esa noche a la
cena. Un desilusionado Merton Densher –periodista pobre y enamorado– mira entre
los invitados a Kate Croy, antítesis de Milly –la hermosa y hábil
manipuladora o el ave depredadora (croy/crow: cuervo) si leemos en clave
simbolista– e imagina que le
pregunta: “Dime una cosa amor mío, ¿es este el gran mundo?” En el silencio de
Kate, Densher escucha o, mejor dicho, lee: “Por supuesto que no, querido. ¿Por
quien me tomas? Esto no es ni por asomo el gran mundo: es sólo una pobre y
tonta imitación, del todo inofensiva.” Ninguno de los dos personajes llega a
formular su parte del diálogo, sin embargo estas palabras actúan como motor de toda
la novela. Porque no solo se refieren a la hipocresía de las altas esferas
londinenses, tampoco a la ambición de los personajes que miden el valor de cada
cual según su posibilidad de intercambio, ni siquiera a las tretas de los dos
amantes dispuestos a todo con tal de estar juntos. Se trata de arrojar sobre la
mesa los límites de la novela realista que, parece decirnos un James consciente
de estar atravesando sus límites, es solamente una posibilidad entre muchas, un
juego, un simulacro que nada tiene que ver con “el mundo real”.
Alguna
vez se tildó esta obra de melodramática; ¿pero no era acaso melodramático el
mundo de Jane Austen cuya huella todavía se percibe en James? A través de las
casi quinientas páginas de esta cuidada versión que ofrece El cuenco de plata,
traducida por Alberto Vanasco y revisada por Edgardo Russo –vale hacer hincapié
en el interesante fondo editorial que esta editorial ha sabido hacerse–la pregunta que se repite una y otra
vez es sobre el valor y por lo tanto sobre lo relativo. Abandonando todo
absoluto, los personajes pasan a ser o asumen el rol que sobre ellos imprimen
los otros. ¿Cuánto vale Milly Theale para los conservadores ingleses, cuánto
para la pareja de amantes, cuánto vale su historia, incluso, para la narración?
Desde el vamos James rodea a
cada uno de sus personajes, los presenta a partir de diferentes puntos de
vista, evadiendo el núcleo argumental en lo que él mismo llama desvíos de la
trama. A pesar suyo, si tomamos en serio su Prefacio.
Ahí explica lo inexplicable: por qué la narración se le ha ido de las
manos, por qué se ha detenido en tal o cual situación y por qué en realidad esa
demora podría haberle llevado muchísimas páginas más (o tomos o libros). La
respuesta que no da pero que el lector puede inferir es que, de dejarse llevar,
la demora podría haber sido inacabable. Se trataría de desmenuzar escena por
escena en unidades cada vez más pequeñas, como hizo el impresionismo. Esta
técnica de establecer círculos concéntricos que se van acercando a un centro incierto
–el corazón vacío de una nuez parafraseando a Conrad o, aquí, el espacio ausente que es Milly Theale– nos
lleva a lo que vino inmediatamente después –obras excepcionales como El
buen soldado de Ford Madox Ford– pero, sobre todo, a los grandes proyectos
narrativos el siglo XX. Las
alas de la paloma es
una obra de largo aliento en la que lector no puede sino agradecerle al autor
que se haya dejado llevar por el exceso.
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