viernes, 10 de julio de 2015


El joven Borges poeta (1919-1930) de Carlos García
Por Jorge Fondebrider

"Una de las obras más importantes de un escritor —quizá la más importante de todas— es la imagen que deja de sí mismo a la memoria de los hombres, más allá de las páginas escritas por él." La frase, cuyo objeto era comenzar la presentación de la vida de Samuel Taylor Coleridge en el transcurso de una clase de literatura inglesa, fue pronunciada por Jorge Luis Borges el miércoles 16 de noviembre de 1966 y está recogida en Borges profesor, el libro de Martín Arias y Martín Hadis, comentado en el primer número de esta revista. Vale, quizás, para muchos escritores. Fundamentalmente, vale para Borges. De hecho, una parte importante de su energía la empleó en dejarnos una determinada imagen de sí mismo, construida en base a sus muchos méritos literarios y a no pocos y deliberados "olvidos" hábilmente administrados. Estos últimos, con el tiempo y acaso por la deslumbrante magnitud de su obra, se han convertido en mistificaciones. Las mismas han ido colándose en la mayoría de sus biografías hasta convertirse en lugares comunes sobre los que, luego, muchos han trabajado, promoviendo de ese modo un aparato crítico viciado que, seguramente, costará corregir.

El joven Borges poeta (1919-1930), del argentino Carlos García, es uno de los más importantes ejemplos de lo que acaso debiera ser una de las direcciones de la crítica saneada de vicios. Me apuro a señalar la primera de sus virtudes: el autor se ha preocupado, con enorme precisión, por fijar los textos de Borges del período estudiado, cuestión elemental que, sin embargo, raramente se hace presente en los estudios críticos sobre nuestra literatura. Dicho de otro modo, todavía no sabemos a ciencia cierta si cuando leemos a Girondo o a González Tuñón —por presentar apenas dos casos— las sucesivas ediciones de sus obras han sido publicadas con las posibles erratas de las primeras ediciones. García, atento a esta cuestión, ha recurrido a una enorme cantidad de fuentes que exceden con mucho todo lo intentado hasta la fecha por otros críticos. Sus intenciones son claras: según declara en el Prólogo de su trabajo, "En el marasmo de la literatura relacionada con Borges hay […] demasiada devoción, demasiada anécdota, demasiada mitología. De alcances más modestos, ofrezco, apenas, datos concretos, comprobables, en un acercamiento positivista, pero menos ingenuo de lo que podría suponerse." Ese "apenas" de García está lleno de intencionalidad. Su encomiable trabajo ha consistido en "reconstruir la génesis material, las condiciones de producción de los poemarios, recurriendo a testimonios inéditos o poco divulgados, cuando no desvirtuados por lecturas desatentas o ignoradas a propósito". Así, en los tres primeros capítulos —I. La edición princeps  de Fervor de Buenos Aires ; II. Luna de enfrente: Génesis de un título; III. Cuaderno San Martín y los Cuadernos del Plata —, García, con la pericia de un detective, reconstruye los pasos previos a la escritura de cada uno de esos libros, analiza las circunstancias en que se escribieron los poemas (los cuales compara escrupulosamente con las diferentes versiones de los mismos que antecedieron a su presentación en volumen), ubica en el correspondiente contexto las distintas instancias vinculadas a la publicación bajo la forma de libro, desarrolla hipótesis fundadas en documentos válidos (entre otros, la correspondencia de Borges de la época, mucha de la cual aún no ha sido presentada al público argentino), desmiente algunos mitos alentados por Borges mismo y relacionados con las estrategias de promoción de los textos y, por último, da cuenta de la recepción que tuvieron esos tres primeros volúmenes de poesía. Como se lee, no es poco. Sobre todo, si se considera que, hasta la futura aparición de otros documentos, la labor de este crítico resulta definitiva.

En este punto, el lector podrá preguntarse, con justa razón, en qué medida la tarea de García modifica la lectura de Borges. La respuesta es sencilla: ya son numerosas las ocasiones en que, por distintos medios, se han confrontado las diferentes versiones de un mismo poema de Borges a través del tiempo. Mediante los sucesivos cambios y retoques, poemas escritos cuando el autor tenía veinticuatro años han sido radicalmente transformados cuando ese mismo autor contaba con más de cuarenta; vale decir, cuando ya era un escritor hecho y derecho. Atribuidos luego a ese joven —puesto que en las sucesivas ediciones se mantuvo la fecha de publicación original—, esos mismos poemas terminan por dar una imagen falsa de su autor e inducen a pensar que Borges fue siempre "Borges" desde el principio. Y aunque a la mayoría de los lectores le interese "Borges", no está mal saber que, parafraseándolo, empezó siendo otro, el mismo.

Ahora bien, ¿hasta qué punto Borges se planteó velar su propio pasado como estrategia de construcción de una imagen? Esa pregunta también tiene su respuesta en el libro de García. Bajo la denominación común de Miscelánea, el libro reúne otros tres trabajos sobre la cuestión: IV. Los suicidios de Borges, V. Barnatán contra Borges, VI. Seudónimos de Martín Fierro. En cada uno de ellos se suman datos que, si bien no resultan específicos para el estudio de la obra del autor de Ficciones, resultan de gran interés para la enmienda de algunos errores cometidos por los biógrafos de Borges. Revelan, asimismo, que, así como todavía estamos lejos de la edición canónica de sus obras, otro tanto ocurre con "la" biografía.

El volumen —de 375 páginas— se cierra con una monumental Bibliografía 1904-1930, donde hay no pocas enmiendas a los trabajos realizados por Annick Louis, Alejandro Vaccaro, Sara del Carril y Nicolás Helft.

Quiero finalizar deteniéndome en la ejemplar y demoledora crítica a Borges. Biografía total, del argentino, radicado en España, Marcos Ricardo Barnatán. Allí, en "Barnatán contra Borges", creo leer algunas de las razones por las que, seguramente, García destaca de otros críticos. Por su insidiosa claridad, me permito entonces citarlo in extenso:

"Dos caminos básicos se ofrecen, a mi entender, al género biográfico: el que consiste en recabar datos fehacientes sobre la realidad objetiva de la persona biografiada, persiguiendo las huellas que dejó en la historia o en otros, y el que consiste en reconstruir casi imaginariamente su personalidad, sirviéndose para ello de su obra, y de mejor o peor aprendidas nociones de psicología. Prefiero el primero, pero hay casos en que el segundo, o una atinada mezcla de ambos, han dado buenos frutos.
"El caso 'Borges', por su parte, plantea dudas radicales acerca de la pertinencia del género. Según su propia visión de lo literario, el conocimiento de lo meramente biográfico nada agrega a la producción de un autor. La realidad, díscola maestra de la teoría, ha desautorizado esos compartibles pruritos. Nos agrade o no, se escriben, se publican y se leen biografías de Borges, y no se ve llegar el día en que desaparezcan.
"Aceptada, pues, como ineludible realidad, queda el resignado estudio de la literatura biográfica sobre Borges. Tres males la aquejan, a mi entender.
"El más difundido es el intento de imitar su prosa, tarea no siempre grata para quien lee, y que seduce a quien la práctica, por lo general, a ese estilo que Borges atribuyera (no del todo injustamente) a parte de su obra juvenil: 'lo grandioso de tercera categoría'.
"Otro es la pobreza de los medios materiales e intelectuales invertidos en la investigación. La mayoría de los autores copia con mayor o menor celo, con mejor o peor vista, lo que otros ya han escrito, no sin esconder el fruto de su laboriosa pereza bajo palabreros reordenamientos.
"El tercer mal, quizás derivado del anterior, es la profusa utilización de citas de Borges (en general, sin mención de la fuente). Personas, cuyo juicio respeto, gozan de este método, o lo tienen en gran estima. Por mi parte, nada opondría a él, si las citas fuesen contemporáneas de los hechos a los cuales aluden, o si, cuando menos, se sopesara debidamente su respectiva validez. Inocentes de ese cuidado, la mayoría de los biógrafos opta por repetir recuerdos de Borges separados por varios decenios de los hechos que narran, y confunde eso con biografía. 'Embelesados y erróneos', no advierten que falsean así la historia, ya sea porque Borges tendió a la mistificación, ya porque su memoria era prodigiosa, pero no infalible.
"Los biógrafos de Borges, por su parte, se dividen en dos bandos principales: quienes lo conocieron personalmente, y quienes se interesaron por él sólo a través de su literatura, o de las equívocas promesas de su fama.
"El primer grupo, a su vez, está conformado mayormente por 'viudas' y 'huérfanos'. Me permito llamar así a las mujeres que compartieron, en alguna imprecisable medida, etapas de la vida de Borges, y a algunos de los jóvenes admiradores que lo trataron con más devoción que frecuencia. Este grupo, por su parte, se escinde en 'pródigos' y 'réprobos', siendo éstos los 'desheredados' por Borges mismo — o por alguna de sus 'viudas'."

Planteada la tipología, García —nacido en Buenos Aires en 1953, y radicado en Alemania desde 1979— demuestra con su obra que es posible escapar de las trampas usuales en las que usualmente caen los críticos y los biógrafos de Borges, aunque en ese tránsito se vea obligado a desmentir más de una vez los dichos del propio autor que es objeto de su labor. De hecho, luego de la lectura de este libro, ya no tiene asidero el cuento pergeñado por Borges a propósito de la distribución de Fervor de Buenos Aires  entre los abrigos de los miembros de la redacción deNosotros, ni la historia de la obtención del Segundo Premio Municipal con Cuaderno San Martín, un error difundido por los exégetas que Borges supo adoptar convenientemente. Ambos son auténticos relatos de ficción que le sirvieron a Borges para construir esa imagen que quería legar a la posteridad. En los dos casos la lectura del libro de García permite descubrir una intencionalidad que, como tantas otras cosas —por ejemplo, la ya mencionada alteración de los primeros libros de poemas casi dos décadas después de escritos, sus juicios progresivamente cambiantes a propósito de sus contemporáneos y de casi cualquier otra cosa, etcétera—, sirven para entender más cabalmente la estrategia que adoptó para su presentación pública el mayor escritor argentino del siglo XX.

A pesar de que, por su naturaleza, algunas de sus páginas resultan arduas, se trata de un libro de primera importancia y muy recomendable lectura. Acaso el esfuerzo de Carlos García —más allá de lo que piensen las "viudas", los "huérfanos" y toda esa ralea— sirva para sentar las bases del enorme trabajo que Borges todavía plantea a ésta y a futuras generaciones.
           


lunes, 6 de julio de 2015


The invention of news de Andrew Pettegree
Por Laszlo Erdelyi

Muchos han cometido el mismo error: confundir la historia de las noticias con la historia de los periódicos. Es común que los estudiosos de las noticias tomen como punto de partida el Relation, diario fundado en Estrasburgo por Johann Carolus en el año 1605. Lo ocurrido antes de esa fecha es la pre-historia.

El historiador inglés Andrew Pettegree sabía esto. Cansado también de escuchar el rumor que anunciaba la muerte de los diarios por culpa de esta “inédita” era multimedia (intuía que esa idea no se sostenía; algunas décadas atrás también se dijo que la televisión acabaría con los diarios), decidió escribir su propia historia de las noticias, The invention of news (La invención de las noticias, Yale University Press, 2014), libro que por ahora solo está en inglés. Allí cuenta que las noticias existen desde tiempos antiguos. Descubrió también que la invención de los diarios no estuvo vinculada en forma directa a la invención de la imprenta (Gutenberg la puso a funcionar 150 años antes). Y lo más notable: que desde una temprana era moderna el tráfico de noticias ocurrió en un ámbito multimedia, incluso enseguida de Gutenberg (voz a voz, canciones, poemas, hojas manuscritas, y diversos tipos de hojas impresas). Es decir que desde su nacimiento los diarios libraron su lucha por tener un espacio en esa cultura multimedia.

El sermón de Calvino
La noticia, por definición, debe ser oportuna y confiable. Lo sabían los antiguos romanos que mandaban a sus mensajeros a razón de 35 kilómetros por día para comunicar noticias por todo el imperio. “Las islas británicas eran ejemplo de una extensa provincia romana manejada por una muy pequeña fuerza de ocupación” cuenta Pettegree. Ello se debía a una eficiente red de comunicación que permitía desplegar esa pequeña fuerza de forma rápida y decisiva.

El comercio, sobre todo en la Edad Media, fue el gran responsable de la transmisión de noticias. Eran imprescindibles para fijar precios o enviar cargas por rutas seguras. Por el siglo XII nace el papel, importante medio hasta fines del siglo XX. Las noticias se escribían a mano hasta que Gutenberg mecanizó la impresión en 1454. A partir de allí algunos eventos catastróficos la caída de un meteorito gigante en una villa de Alsacia en 1492 o notables descubrimientos los relatos de Colón de su primer viaje llegaron al panfleto impreso, y fueron un gran éxito de ventas. Pero esto no suprimió las viejas formas de comunicación.

En el siglo XVI la mayoría de la gente recibía las noticias por vía oral; el viajero que llegaba al pueblo seguía siendo un individuo confiable con noticias frescas que eran trasmitidas en la taberna, el mercado, la iglesia o el grupo familiar. También se escribían canciones o poemas de gran éxito, y los más educados recibían noticias concurriendo al teatro. De hecho la reforma protestante “fue el primer evento de noticias mass media de la historia” afirma Pettegree. Ocho millones de copias impresas de tratados religiosos de Lutero llegaron al mercado entre 1518 y 1526, pero aun así el principal medio de transmisión de noticias para la comunidad protestante era el sermón en la iglesia. Calvino, por ejemplo, en el culto presentaba las noticias en un lenguaje llano, directo, muy lejos de las misas en latín de la iglesia católica que estaban abandonando. “Resulta significativo” dice Pettegree, “que para esta época ‘publicar’ era sinónimo de vocear, verbalizar por lo alto; a los libros sólo se los imprimía”.

Esta primera era multimedia fue reflejo de la gran curiosidad que mostraba la temprana sociedad moderna. El medio impreso innovaba los panfletos sobre crímenes horrendos o brujas eran un éxito y también nacía el pasquín como crítica satírica del poder (del Papa, sobre todo). Pero eran marginales al chusmerío en el mercado, a la reunión en torno a una ejecución en la plaza, a las canciones políticas, o a las 20 mil tabernas existentes en el Reino Unido (una cada 20 hombres), lugares espontáneos y difíciles de controlar para el poder de turno, sobre todo en momentos de descontento. Ámbitos autónomos que, 500 años más tarde, encenderían la Primavera Árabe apelando a otros medios.
               
Cambio organizacional
Los diarios no nacen con la imprenta, sino con un cambio radical en la organización de las sociedades: aparecen los servicios postales públicos confiables y regulares, como el creado por el emperador Maximiliano en Alemania en el siglo XVII. Muy cerca de la principal red de tráfico de ese correo nace el Relation, la versión impresa de una newsletter que Carolus venía escribiendo a mano. De esta forma expandió su cartera de clientes a un costo mínimo.

Pero fue un proceso largo y experimental. Los primeros cien años los periódicos debieron luchar con una cultura multimedia predominante. De hecho en Alemania diarios de 20 ciudades siguieron el ejemplo de Carolus en los siguientes 30 años, pero si no lograban ser subsidiados perecían de forma lenta, como le ocurrió a la mayoría. El estilo sobrio de los reportes impresos contrastaba con el estilo directo y sensacionalista de los panfletos, que ganaban la partida. De todas formas con tiradas de entre 400 a 1.500 ejemplares, al final del siglo XVII se habían impreso en Alemania 70 millones de copias de diarios. Un proceso lleno de hitos para los empresarios periodísticos: Meyer, en Hamburgo, debió lidiar con las librerías establecidas para la reventa de los diarios, no siempre con final feliz; van Hilten en Holanda inventa en 1632 el “paren las rotativas” para incluir las noticias llegadas luego del cierre; Verhoeven incluye en el holandés Nieuwe Tijdinghen la ilustración de tapa (1620); en el año 1622 en Inglaterra Butter y Bourne consolidan al capitán Thomas Gainsford como gran narrador de historias, con suceso, aunque siempre se podía publicar alguna predicción de Nostradamus para disparar los tirajes. A su vez los avisos, factor fundamental en la consolidación económica de los diarios, nacen en la sociedad más comercial del siglo XVII: la república holandesa. El primer aviso apareció el 10 de agosto de 1624 de forma simultánea en dos diarios de Ámsterdam. Anunciaba un libro. Los avisos de libros en esos primeros años fueron dominantes, también en Inglaterra. Como las librerías vendían diarios se entendió que era una oportunidad de venta que no había que desperdiciar.

Los cuatro pilares. 
En el siglo XVIII se consolidó la figura del periodista, y la principal preocupación de las empresas estuvo en la distribución antes que en la impresión. El universo de clientes-lectores creció, el alcance de la publicidad en sus páginas también (The Spectator clamaba 20 lectores por ejemplar), al igual que la influencia política de los diarios. Era la antesala de lo que sería la edad de oro de los periódicos que comenzaría en el siglo XIX. Pero Pettegree se detiene antes, en el siglo XVIII.

Al autor le interesa desarmar la idea de que la era multimedia actual es inédita. Muchos han promovido esta sensación, dándole incluso dimensiones apocalípticas. De hecho hace 300 años Daniel Defoe, cuando aún no había escrito la novela Robinson Crusoe pero era un exitoso periodista y editor, escribió en 1712 que los ingleses estaban viviendo una explosión de medios masivos sin precedentes, cuando hoy se sabe que sí tenía antecedentes. Defoe fue víctima de su propia euforia y retórica. Al fin y al cabo a quién no le gusta ser protagonista de una nueva era, estar en la nueva ola, reinventarse, o escuchar a los nuevos profetas. Pero son construcciones falsas. Como enseña la historia de los diarios en sus cuatro siglos de vida muchas cosas han cambiado, pero no los cuatro pilares fundamentales del negocio: velocidad, confiabilidad, control de contenidos, y valor de entretenimiento. Como dice Pettegree, esos pilares “son las principales preocupaciones de quienes consiguen, venden, y consumen las noticias”.



viernes, 19 de junio de 2015

Una novela real de Minae Mizumura
Por Diego Fischerman

Honkaku-shosetsu es el título original de la deslumbrante novela de Minae Mizumura publicada por Adriana Hidalgo con el nombre de Una novela realHonkaku-shosetsu es también un género tradicional de Japón: las obras clásicas adaptadas para la lectura de adolescentes, con personajes y ambientaciones locales y, a veces, hasta con los finales cambiados. En la obra de Mizumura, un personaje, la narradora inicial, una adolescente japonesa que vive en Estados Unidos en la posguerra y se niega a aprender inglés, lee honkaku-shosetsu. En su historia se incluye, primero, la de un joven chofer al servicio de un conocido del padre y luego de su propia empresa. Luego la de un estudiante que le relata cómo conoce a quien, a su vez, le contará (y él a ella) la historia en que ese chofer vuelve a aparecer pero dentro de otra narración, la de una saga familiar que relata, también, la historia japonesa del siglo XX y, a la vez, un enamoramiento inmenso y devastador. Esa novela que habita en el interior de otra que a la vez se incluye en la primera es, por supuesto, una honkaku-shosetsu: Cumbres borrascosas en versión japonesa y con el personaje de la sirvienta en primer plano. Leí Una novela real hace meses. Sigo pensando en ella. Me sigue asombrando por su inteligencia, por descripciones como la de la familia japonesa que nunca podría ser amiga del general estadounidense que alquila su casa de verano porque él "no habla un buen inglés", y por esas hermanas que escuchan el Quinteto con clarinete de Brahms, que recuerdan a un clarinetista al que todas, de una manera u otra, amaban y que murió muy joven y comentan entre ellas "qué lindas son las mujeres occidentales". Y me sigue conmoviendo cada vez que recuerdo ese primer encuentro oculto en el centro de una novela oculta y del que no debo decir nada más, en la esperanza de que la lean.

miércoles, 10 de junio de 2015

Puños al rojo vivo, de James Noël 
Por Juan de Marsilio


A estas posmodernistas alturas del partido, se hace de lo más difícil escribir y/o leer poesía rebelde. Se rebele la tal poesía o su autor contra lo que se rebele (el sistema, las poéticas en boga, la lógica y la moral burguesas, etc.), no se podrá librar del lector suspicaz que de inmediato descubra que tal idea o tal otra ya las ha leído en Whitman, en Rimbaud o en Breton (que son influencias que se pueden rastrear también en este volumen) y suponga en el poeta la intención de captar con lugares comunes a un público poco exigente. Y si el vate en cuestión es haitiano y publica auspiciado por un programa cultural del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, no faltará algún purista que lo acuse de cooptado por el sistema. Aún si escribiera desde la inocencia – incluso con cierta ingenuidad – le requerirá no poco esfuerzo colar algo personal entre todo lo que su discurso le adeudará a una tradición poética más que bicentenaria.

No obstante lo anterior, Puños al rojo vivo --que con traducción de Laura Masello publica el sello Trilce, de Montevideo-- es un libro breve que combina poemas en verso libre y otros en prosa, tiene tramos que refrescan el alma por su desmesura, propia de otros tiempos acaso menos prosaicos que los que corren. Es honesto y motivador que el libro se abra con un poema – prólogo (Reseña) en que se advierte al lector que se topara con su verbo ser intransigente/ conjugado en todos los tiempos/ en pasado presente y porvenir y culmine ese proemio disculpando su estilo áspero porque no con guantes rosas/ se asesina a la muerte y sus secuaces. Ya quisiera el lector no haber leído hace tiempo a Mayakovsky ni saber en qué horrores terminaron aquellos sueños. Con todo, la lectura de este poeta rebelde de ahora, podría incitar algún lector actual a ciertas búsquedas, estéticas, sociales y existenciales, que fueran a parar en algo bueno.

Es interesante el modo en que Nöel da, en algunos de sus textos, saltos temáticos de lo amatorio a lo político social, de manera sorprendente. Tal vez el mejor ejemplo, en esta cuerda, sea  Todo poema es una lengua amotinada. Asimismo impresiona la capacidad de combinar textos relativamente extensos, en los que el discurso se encabrita y desborda (y en alguno de ellos se sobrecarga) con otros de eficaz concisión, como por ejemplo Detonante: Mi musa ha muerto/ tengo las manos libres.

Es eficaz también la presentación autoparódica del hablante lírico en varios de los textos, como por ejemplo en Carta del brujo, donde afirma de sí mismo: Llevo mi ruina en mi espalda como un escolar lleva la cruz de los deberes difíciles. Sin embargo, desde ese rebajamiento del yo es capaz de saltar al tono de proclama, casi tribunicio, pero no aplicado a lo político, sino a lo erótico: Cruzaré los cuatro caminos para confesar el fino polvo añil de tu bombachita que tiene más estrellas que la bandera de los Estados federales.”.

Importa señalar un rasga de valentía y lucidez en este poema rebelde. No se abstiene de críticas hacia regímenes dictatoriales – por ejemplo el iraní, como puede verse en La sangre derramada y el cuerpo en pedazos moneda corriente de las dictaduras –  aunque eso le enajene cierto sector del público, que ante este aspecto del discurso del haitiano dará por confirmadas sus sospechas de cooptación quemará el librito.

A lo largo de todo el libro, y esta es una de sus mayores fortalezas y debilidades, Noel proclama su fe en el poder de la palabra. Vale la pena citar íntegro uno de los últimos textos del volumen, Evasión: Llevados por las palabras/ vamos a proceder/ sin hacer muchas historias/ a la evasión/ más espectacular/ de nuestra historia//los verdugos/ nos mirarán partir/ alertarán/ demasiado tarde/ ya habremos alcanzado/ diez mil pies de altura// llevados por las palabras/ lejos partiremos/ tomaremos el mar/ como descampado/ y nuestros papeles en el viento/ como paracaídas.

En suma: un libro de poesía que vale la pena leer, sin renunciar para ello a la experiencia, pero sí a la suspicacia.

                                                                

viernes, 5 de junio de 2015

El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956, de Anne Applebaum
Por Laszlo Erdelyi

No es fácil comprender cómo es la vida bajo un régimen totalitario extremo, y más para los habitantes de esta pequeña república llamada Uruguay, donde cada ciudadano goza de una autonomía real, palpable, consolidada.

Los ejemplos recurrentes son la Alemania nazi y la Unión Soviética estalinista, ambos totalitarismos modélicos. Pero en Europa del Este luego del final de la Segunda Guerra, entre 1944 y 1956, también se dieron totalitarismos extremos, aunque poco se sabe de ellos.

Alemania, Hungría, Polonia, Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia y Bulgaria no pertenecían a la órbita de influencia soviética. Por esos caprichos de la Historia quedaron dentro de ella por los acuerdos de Yalta entre las potencias aliadas victoriosas. Esos países europeos poseían cultura, sociedad civil, instituciones e incipientes experiencias democráticas más avanzadas que las de la U.R.S.S. Pero el líder soviético José Stalin, una vez que los tuvo en su redil, quiso a esos países comunistas. Como el suyo.

La instalación de esos regímenes es lo que estudia con notable rigor la investigadora Anne Applebaum en el libro El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956, relato de la exportación del estalinismo a países vecinos durante un período de casi una década donde los comunistas soviéticos —con ayuda local— eliminaron de forma letal todo vestigio de sociedad civil autónoma.

LA MIRADA AMPLIA.
El mundo sabe de esos años por las fotos blanco y negro del levantamiento de Budapest en 1956. En el cuadro aparecía en primer plano un civil joven, portando una piedra o una ametralladora, con gesto desafiante. Era el símbolo puro, casi poético, de la libertad. Más al fondo, casi fuera de cuadro, aparecían tanques. Y sobre ellos soldados rusos rubios, muy jóvenes, con rostros tensos. Eran el símbolo de la opresión.

Esas postales, muy emotivas, no contaban toda la verdad. Ocultaban, por razones que Applebaum señala, un proceso histórico complejo y de complicidades incómodas. Por ejemplo, la sistemática y extensiva destrucción previa que provocó el nazismo en gran parte del planeta que aplastó etnias, naciones, arrasó culturas y devastó instituciones. Sólo que en ningún lado lo hizo como en la Unión Soviética. El soldado alemán invadió Ucrania y Rusia en 1941 sintiendo que era racialmente superior al eslavo, al que nunca trató como ser humano ni a él, ni a sus mujeres, ni a sus hijos. Cuando pudo los eliminó, los torturó y los humilló, por millones.

El Ejército Rojo, tras convertirse en una máquina de guerra imparable, los echó de su país e ingresó luego a Europa deseando venganza. Un testigo privilegiado de ese período, que Applebaum destaca, es el escritor ruso Vasili Grossman, por entonces corresponsal de guerra soviético. Presenció una fila de niños rusos que regresaban caminando hacia su país tras finalizar el cautiverio alemán. Un grupo de soldados y oficiales soviéticos los miraban a la cara. Eran padres que buscaban a sus hijos. Señala Grossman: "Un coronel permaneció allí durante varias horas, erguido, con gesto severo y expresión sombría. Regresó a su coche al anochecer; no había encontrado a su hijo".

El odio convierte a los hombres en bestias, y como tal entraron en cada pueblo y ciudad de Hungría y Alemania. Luego de las balas y los cañones se escucharon los gritos de terror de las mujeres. La violación sistemática por parte de la tropa rusa fue extensiva en Hungría, y sistemática en Alemania. El saldo: decenas de miles de mujeres embarazadas, asesinatos, suicidios, e hijos no deseados en cifras imposibles de verificar. Algunos decretos oficiales de la época son reveladores. En febrero de 1945 el Comité Nacional de Budapest suspendió la prohibición de abortar, sin dar motivos. En 1946, el Ministerio de Bienestar Alemán aconsejó considerar como "niños abandonados a todos aquellos nacidos entre 9 y 18 meses luego de la liberación".

El terror y la vergüenza se instaló, y permaneció sordo. Los comunistas locales, que ayudaron a instalar los nuevos regímenes, comprendieron el impacto político y psicológico de este hecho. El horror, que no podía ser comentado de forma abierta, se abordó de forma pública una sola vez. Fue en 1948 en una excepcional reunión multitudinaria en la Casa de la Cultura Soviética de Berlín, una asamblea donde se habló en forma bastante libre durante dos días. El tema: el malestar general de la población alemana con el comportamiento del ocupante Ejército Rojo. Hasta que comenzaron a hablar las mujeres, siempre con eufemismos, sin mencionar la palabra violación. Pero todos sabían. El clima era tenso, cargado de emociones. Algunos lo justificaban afirmando que la brutalidad alemana engendró la rusa. Hasta que intervino un oficial soviético. Dijo que su país había sufrido mucho con los nazis, y que el soldado ruso no llegó a Berlín como turista, o como invitado. "Dejó atrás miles de kilómetros de territorio soviético abrasado". La discusión finalizó. "No había respuesta a ese argumento" dice Applebaum.

Y agrega: "Con el tiempo, se hizo evidente que esa combinación curiosa de emociones —miedo, ira, vergüenza, silencio— ayudó a sentar las bases psicológicas para la imposición de un nuevo régimen".

INTERÉS HISTÓRICO.
El período 1944-1956 fue poco abordado por la historia. Hannah Arendt, autora de Eichmann en Jerusalén, Un informe sobre la banalidad del mal, llegó a afirmar que ese período "carecía de interés histórico". Para Applebaum, sin embargo, es excepcional pues explica como ninguno la mentalidad soviética, sus metas y motivos, sus paranoias y fracasos.

El telón de acero se centra en tres países, Alemania, Hungría y Polonia, porque en ellos tuvo características diferentes. El primer período dura hasta 1948 cuando se dan elecciones democráticas (aunque "había pocos liberales por entonces", recalca la autora), donde los partidos comunistas locales no logran popularidad y son derrotados. Siguiendo directivas de Moscú poco a poco los comunistas van tomando el poder con el apoyo del Ejército Rojo, y de una institución que se instala apenas que finaliza la guerra: la policía secreta. Ésta asesinó de forma selectiva a cualquier opositor en potencia, o deportó a Siberia a miles de forma no tan selectiva. En realidad cualquiera que no fuera comunista era, por definición, sospechoso de ser espía extranjero.

Esa política represiva creció e hizo necesaria la instalación de campos de concentración locales. Por cuestiones prácticas se reutilizaron los que estaban en pie: Dachau, Buchenwald, Sachsenhausen y Auschwitz, entre otros, todos antiguos campos de exterminio nazi que se reconvirtieron al sistema soviético de prisiones. Applebaum aclara que no eran campos de exterminio, "pero eran sumamente letales". Sólo en Alemania del Este los campos tuvieron 150 mil encarcelados, de los cuales la tercera parte había muerto por inanición o enfermedad para 1953.

También ejercieron el control inmediato de radios, persiguieron cualquier organización independiente civil o religiosa —sobre todo las juveniles—, e implementaron la limpieza étnica. Doce millones de alemanes étnicos que vivían en Polonia, Checoslovaquia, Hungría y Rumania fueron deportados a Alemania, a pesar de que muchos vivían en esos países desde hacía generaciones. También se dieron deportaciones masivas en la frontera polaco-ucraniana, en la Ucrania soviética, o de húngaros sacados de Eslovaquia y de Rumania, por mencionar algunas. A todo esto se sumaron los millones de desplazados por la guerra que volvían desde todos los rincones de Europa a sus lugares de origen, entre ellos los judíos que sobrevivieron y buscaban lo que quedaba de sus casas, ahora habitadas por otros. Sobre todo en Polonia, esos retornos terminaron mal, y muchos judíos fueron asesinados, a lo que se sumaron brotes de antisemitismo como el del pueblo de Kielce, en Polonia (julio de 1946) donde una turba asesinó a 42 judíos en diferentes puntos del pueblo, e hirió a decenas más, apoyados por la policía y enardecidos por motivaciones antisemitas dignas del medioevo (un supuesto crimen de sangre). En marzo de 1945 el principal diario húngaro, el Szabad Nép, ya en manos comunistas, recomendó a los judíos que mostraran "comprensión" hacia los gentiles que ahora ocupaban sus apartamentos…

"Europa del Este era un lugar violento después de la guerra" señala Applebaum. "Resultaba peligroso ser funcionario comunista, peligroso ser anticomunista, peligroso ser alemán, peligroso ser polaco en un pueblo ucraniano o ucraniano en un pueblo polaco. También podía resultar peligroso ser judío". Demasiado miedo y rencor que Stalin aprovechó.

CULTO A LA PERSONALIDAD.
La gran virtud de El telón de acero es su método: evita las teorías generales y pone énfasis en lo concreto; aporta historias individuales y no las generalizaciones sobre las masas. Surgen múltiples enfoques, puntos de vista y datos que Applebaum, con sutileza, expone paso a paso. Sólo así se entiende la enorme complejidad de la instauración del estalinismo en su fase más dura, a partir de 1948. Procesos controlados hasta en sus mínimos detalles por un líder obsesivo, paranoico e implacable: José Stalin.

El líder soviético —buen poeta en su juventud— lideró la destrucción de los viejos regímenes, sus organizaciones civiles, su cultura, religión, deporte, alimentación, economía, comercio, enseñanza, ocio, para transformarlos en función de un ideal: la sociedad soviética perfecta, masificada, que contenía en su seno la unidad básica, el homo sovieticus. No se salvó ni la masonería ni el psicoanálisis, que apenas subsistieron en la clandestinidad. Todo fue ejecutado por líderes locales educados en Moscú que obedecían sin chistar y soportaban cruentas purgas internas.

En el arte se dieron paradojas. A diferencia del nazismo, muchos artistas talentosos pusieron sus mentes al servicio de la causa comunista. Pero la creatividad estaba sometida a los burócratas del partido, que no eran tan talentosos. Lo sabían los grandes del cine soviético como Eisenstein y Pudovkin, ya caídos en desgracia porque a Stalin le gustaba el cine lineal y no sus "experimentos". Lo supieron pronto los artistas de Europa del Este. Los músicos atonales, los pintores abstractos y los poetas experimentales quedaron en la mira: para los burócratas que preferían el formalismo —definido de forma muy vaga, además— esas eran desviaciones inaceptables de la causa. Alexander Dymchitz, jefe de cultura de la Administración Militar Soviética en Alemania, atacó en 1948 a Pablo Picasso, comunista y figura heroica para muchos pintores alemanes. Dijo que su arte era "decadente" (Hitler había dicho algo parecido, que era "degenerado"). Picasso se mató de risa. Pero otros artistas no la tenían fácil, y en general se adaptaron a las directrices, sometiendo su creación a las "sugerencias" de los censores. Algunos como Bertold Brecht tenían sus estrategias. La ópera Lucullus de 1951, con libreto de Brecht, fue retirada y sometida a los censores, a quienes les preocupaba "el predominio de disonancias destructivas y cáusticas". Brecht añadió tres arias de contenido"positivo", y la ópera se estrenó, aunque solo durante una noche. Eran cambios menores, pero el mensaje era claro: la última palabra la tenía el partido.

LA SORPRESA.
Stalin murió en 1953. En Occidente sabían poco de lo que ocurría en Europa del Este. Cuando estallaron las revueltas de Alemania (1953) y luego Hungría, la sorpresa fue total. Para Hannah Arendt "fue totalmente inesperada". Applebaum agrega que la CIA, la KGB, los dirigentes soviéticos y norteamericanos "estaban convencidos de que los regímenes totalitarios, una vez que se han logrado introducir en el alma de una nación, son prácticamente invencibles. Todos se equivocaron".

Eso revela lo poco que se sabe de la génesis de los regímenes totalitarios. En la Guerra Fría se estudió mucho sobre su decadencia, su fracaso político y económico, pero poco sobre sus orígenes, lo cual revela errores de método, cuando no profundos prejuicios. Ahora se sabe que la devastación nazi fue el terreno fértil, pero la autora va más allá. Le preocupa la fragilidad de la civilización actual, cómo está expuesta a generar las condiciones para que se instalen regímenes como el estalinismo. Pero también sabe, a partir de este caso, que cuando un régimen intenta controlar todos los aspectos de una sociedad, cada uno de esos aspectos se convierte en una forma de protesta en potencia.


La Guerra Fría, con su lectura bipolar del mundo, convirtió el término "totalitario" en un insulto, de muy vaga definición. Hoy es necesario recuperarlo, pues concierne a la discusión sobre el alcance político de Internet. Por ejemplo, ha promovido revoluciones contra tiranías en muchos lugares del mundo. Pero Julian Assange, de WikiLeaks, advierte en la introducción al libro Cypherpunk (OR Books, 2012) que "Internet, la gran herramienta de emancipación, se ha transformado en el más peligroso facilitador de totalitarismo" por el espionaje masivo de datos que gobiernos, corporaciones e inescrupulosos varios llevan a cabo en la vida privada de los ciudadanos. Propone la criptografía masiva y universal para que cada ciudadano pueda convertir sus datos personales en códigos que sólo él pueda leer. No es mala idea. Hay que defenderse. Como las jóvenes húngaras y alemanas que se disfrazaban de ancianas con mucho esmero para confundir a sus potenciales violadores.

martes, 2 de junio de 2015

Historia de un secreto de Esteban Buch
Por Diego Fischerman




Podría tratarse de una historia menor. Un compositor, casado y afecto a la sobreactuación epistolar y las grandilocuentes declaraciones de fidelidad a su esposa es, por supuesto, infiel. Se enamora de otra mujer, le dedica en secreto una obra y utiliza a uno de sus discípulos como correo amoroso. Incidentalmente, el asma lo lleva a consultar a un médico reputado en la cura de esa clase de enfermedades. Que esa historia haya transcurrido en Viena, en los años veinte del siglo pasado, le agrega interés. Pero lo que la hace única son los nombres propios. El compositor es Alban Berg, el médico se llama Sigmund Freud y el mensajero, Theodor Adorno. La amada, además, es Hanna Werfel, hermana del novelista Franz y cuñada de Alma, quien había sido mujer de Gustav Mahler y del arquitecto Walter Gropius y amante de Gustav Klimt en su adolescencia y de Oskar Kokoschka en su adultez.

Berg, en su Suite Lírica –una obra dodecafónica, para más detalles–, cifra un mensaje de amor. En la propia estructura de la obra abundan las alusiones, incomprensibles para cualquiera que sólo escuche, a Hanna, a sí mismo y al desgraciado destino. Sus mensajes en clave se basan, sobre todo, en dos trucos: los números que según él lo identifican e identifican a su amada, y las equivalencias entre letras y notas musicales según el cifrado alemán (la A corresponde al “la”, la B al “si bemol”, la C al “do” y así sucesivamente hasta llegar a la G para el “sol” y la H para el “si”). Pero, además, en una partitura que le regala a la destinataria (más allá de que formalmente la obra estuviera dedicada al compositor Alexander von Zemlinsky, cuñado de Arnold Schönberg) agrega infinidad de subrayados, anotaciones e, incluso, un poema que funcionaría como la “letra” oculta de la obra. Y el musicólogo Esteban Buch, nacido en la Argentina y radicado en Francia, escribe Historia de un secreto (Interzona) un libro admirable sobre esa historia, no sólo por la documentación y la manera en que desentraña, a la manera de una novela policial, el enigma y la red de ocultamientos relacionados con esta obra sino porque a partir de allí abre un campo de problemas que exceden el mero análisis de una obra aunque, claro, en este caso particular, se desprenden de ese análisis. “Admito que se trata de una posición bastante equívoca: no renunciar ni al atractivo del folletín ni al prestigio de la estética”, confiesa Buch en sus conclusiones. Y es que esa “posición equívoca” es precisamente la que construye la originalidad de su trabajo pero, sobre todo, la que por un lado le permite hablar de una obra “pura” en la que, sin embargo, todo el texto a su alrededor se convierte en parte de la propia composición, y, por otro, responder de manera personal a una vieja pregunta: ¿cómo hablar de música? O, aún más, ¿qué se puede decir sobre la música que no sea la música misma?

Historia de un secreto se ubica, en realidad, en un campo tan posiblemente fértil como poco transitado, el del ensayo musical. Es un libro que habla sobre música y músicos; es un trabajo que se funda en gran medida en el sonido –o en su cifra, la partitura, aunque prescinda explícitamente de su análisis–. Pero de ninguna manera es un libro para músicos (o sólo para ellos). Está claro que en el terreno de las artes plásticas, el cine, el teatro o la poesía existen dos clases bien diferenciadas de textos, aquellos que reflexionan acerca de determinados objetos y de los diálogos que establecen con otras series (la historia, las relaciones sociales o económicas, las ideas de época) y los que funcionan como manuales de instrucciones para especialistas. En la música, esa diferenciación no existe o existe poco. El análisis de una obra implica su escritura y su composición, pero no su escucha. Aquello que se dice de una obra “sirve” para quienes deben estudiar cómo se componen las obras pero no para quien disfruta escuchándolas. Podría pensarse que es, simplemente, una cuestión de formación. La música requiere de un lenguaje que la mayoría de las personas no maneja. Pero la contradicción es evidente. Salvo que se suponga que quienes escuchan música no escuchan, que los que disfrutan no disfrutan o lo hacen por motivos no sólo incorrectos sino indeterminables, y que, como sugería Adorno en su taxonomía del oyente musical, son apenas algo más que animalitos obnubilados por el efecto sensorial de las vibraciones –lo que de todas maneras no sería poco–, hay que pensar que en la escucha hay una comprensión de la música y de su lenguaje.

Buch, de todas maneras, se opone a la idea de la inefabilidad de la música. Y cita a Barthes: “Si se examina la práctica corriente de la crítica musical o de las conversaciones ‘sobre’ música (suele ser lo mismo), se ve que la obra o su ejecución sólo aparecen bajo la categoría lingüística más pobre: el adjetivo. ¿Estamos acaso condenados al adjetivo? ¿Estamos acorralados en ese dilema: lo predicable o lo inefable?”. La pregunta de Barthes podría incluso reformularse y hablar de la disyuntiva entre lo inefable (el uso de ese subestimado adjetivo) y lo incomprensible. Una obra como la Suite Lírica —las obras dodecafónicas no suelen ser mensajes de amor, anota Buch—, ejemplo del “desalmado” estilo de esa Segunda Escuela de Viena (Schönberg, Berg y Anton Webern) que sigue funcionando como una frontera para muchos oyentes, donde, sin embargo, el propio autor apela a lo “lírico” en su título pero, además, otorga significado a todo lo supuestamente “extramusical”, pone en escena el problema acerca de qué es entender música y, por consiguiente, qué puede decirse de ella. Pierre Bourdieu lleva a Marx al campo de las artes para hablar de acumulación de capital cultural. Según él, todo ese cuerpo de cosas que se “saben” acerca del arte agregan valor al objeto y agregan placer a su consumo. Podría llegarse más lejos y pensar, incluso, que es esa acumulación la que, muchas veces, le da sentido a ese objeto. Tanto para el fan de un grupo tropical como para el operómano o el entendido en música contemporánea, toda esa trama de conocimientos supuestamente extraños a la obra misma se convierten en la parte esencial de la obra. Berg, en algún sentido, lo sabe. Dice, como dice Buch, un secreto “histérico”, que pide ser descubierto, porque intuye que allí hay alguna clase de significado. Y Esteban Buch, al adentrarse en ese tejido, no sólo comprende aquella parte de la obra que se resistiría al análisis de la partitura sino que comprende un problema más amplio y, tal vez, más interesante: el de la comprensión de la música.


jueves, 21 de mayo de 2015

Ulises. Claves de lectura de Carlos Gamerro
Por Jorge Fondebrider

Autor de las novelas Las Islas (1998 y 2007), El sueño del señor juez (2000 y 2004), El secreto y las voces (2002), La aventura de los bustos de Eva (2004) y de los cuentos de El libro de los afectos raros (2005), Carlos Gamerro es, sin duda, uno de los más importantes narradores surgidos en la última década. Guionista de cine, periodista cultural y docente, es también un fino y polémico crítico –tal como puede leerse, por ejemplo en El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos (2006)–, dueño del andamiaje técnico necesario, el cual no dudará en abandonar para expresar, con la correspondiente cuota de pasión, ideas propias que, cuando cuadre, desafíen las mecánicas verdades de la academia. Esta última cualidad –por cierto rara– es, sin duda, la que les resulta más atractiva a los muchos asistentes a sus talleres, que Gamerro dedica a diversos autores de la literatura de lengua inglesa, a los grandes novelistas latinoamericanos, a Borges y, fundamentalmente, a  Shakespeare y a Joyce, de quienes es, probablemente, el gran especialista argentino. Prueba de ello es Ulises. Claves de lectura (2008 y reedición en Interzona de este año), obra monumental y valiosísima, que acaba de ser publicada en la Argentina.

Gamerro tiene el mérito de ser el primer autor de lengua castellana que ha escrito una guía anotada del Ulises a la medida de los lectores de nuestro idioma y, fundamentalmente, de los argentinos. Para ello, además de servirse del importante cuerpo de notas ya existente y de sus muchas observaciones personales –fruto de más de veinte años de lectura y enseñanza continuadas–, recurre a un esquema largamente aplicado a las literaturas consideradas coloniales que favorece la explicación de la obra de Joyce haciendo permanente pie en lo que un lector latinoamericano puede entender mejor. Dice, por ejemplo: “Toda cultura colonial o neocolonial, como la irlandesa, o la nuestra, es una cultura dividida: tiene un ojo en su tradición y otro en la extranjera. Por eso, entre otras cosas, es importante destacar el carácter irlandés de Ulises. En ese aspecto al menos estamos mejor capacitados para leerlo que un inglés, francés o norteamericano promedio”. Este punto de vista podría de algún modo asimilarse al de Borges, cuando señalaba que los americanos del norte y del sur tenemos la posibilidad de ser mejores europeos que los ingleses, los franceses, los alemanes o los italianos porque no estamos obligados a una única tradición, sino que podemos escoger entre todas, lo que también nos hace mejores argentinos.

Un trabajo ejemplar
La guía de Gamerro no se reduce a la exposición de una mera síntesis argumental porque, en cierto modo, eso es lo que menos importa en este novela que transcurre en un solo día (aproximadamente entre las 8 de la mañana del 16 de junio de 1904 y las 4 del día siguiente). El trabajo se abre con una introducción dedicada al análisis de los principales problemas que plantea el Ulises. Entre otros, su legibilidad, su traductibilidad (y acá, en razón de lo que queda en el tintero al transportar el inglés de Joyce a cualquier otra lengua, los lectores lacanianos, hélas, van muertos), su lugar en la narrativa contemporánea, los esquemas de interpretación planteados desde incluso antes de la publicación, la obra previa de Joyce en relación con el Ulises, la Irlanda y, especialmente, la Dublín que se describe, etc. Luego vienen los dieciocho capítulos de la obra y la explicación de cada una de las dificultades que van presentándose tanto desde el punto de vista histórico, geográfico (se agradece especialmente la amable inclusión del mapa de Dublín con las referencias al itinerario de los personajes, tanto en la retiración de tapa como en la retiración de contratapa), biográfico y cultural, con permanentes extrapolaciones al universo que Joyce se propuso retratar. Y éste, aun con la pérdida que supone la traducción, es tan rico, tan lleno de matices que, como bien apunta Gamerro en su nota final, “una vez que el lector ha concluido la primera lectura continua y completa de Ulises, con o sin la ayuda de libros como éste, la aventura recién comienza”. Entre otras cosas porque la técnica –al menos la que sobrevive en el pasaje del inglés al castellano– resulta igualmente fundamental y Gamerro propone una constante reflexión sobre, por ejemplo, las diferentes variantes del monólogo interior, el punto de vista de los personajes, el concepto de epifanía, etc.

Lo curioso es que todo esto ocurre en una versión particularmente amable de nuestra lengua. Así, por ejemplo, puesto a discutir los vericuetos que se esconden detrás de la idea del personaje de Buck Mulligan, que quiere helenizar Irlanda, Gamerro dice: “Como todo, en Mulligan, sólo son palabras, después no hace nada. En esto, así como en su carácter histriónico y cierto amaneramiento, Mulligan se proyecta como una versión degradada de Oscar Wilde”. Y luego de explicar lo que Joyce pensaba sobre Wilde, apoyándose en un famoso artículo, Gamerro concluye: “Oscar Wilde en algún momento se pasó de la raya y se la dieron, por homosexual pero también por irlandés”. O más adelante, comparando los modelos de traidor que representan Mulligan y Stephen, anota: “Ambos representan, además, dos formas distintas de rebelión: el blasfemo y el apóstata, el traidor veleta y el traidor íntegro. Cuando Stephen se rebela, se banca las consecuencias, no se adapta a las circunstancias según su conveniencia”. La precisión de esos giros coloquiales usados con absoluta deliberación permite que la lectura progrese y, sin perder claridad, sea menos engorrosa. En síntesis, se trata de un libro importante, destinado a perdurar en las bibliotecas. 

lunes, 18 de mayo de 2015

Deep in a dream de James Gavin
Por Diego Fischerman

Se dice que fue Miles Davis quien lo dijo. Posiblemente haya sido otro. Pero la frase era cierta: un negro, para ascender socialmente, tenía que ser boxeador o músico de jazz. Y en el boxeo, como en el jazz, el gran mercado —es decir el mercado blanco— esperaba con fruición la Gran Esperanza Blanca. Aquel que viniera a poner orden en esos desquiciados rubros donde primaban, invariablemente, los negros. Y si la Esperanza no aparecía, se la inventaba. “Parece que la música no se acepta de verdad hasta que aparece un blanco capaz de hacerla”, se quejaba el genial trompetista Art Farmer. “A Benny Goodman lo llamaron ‘el rey del swing’ pero antes que él había muchos otros con un swing de mil demonios. Así es el mundo.” El endiosamiento del maldito Chet Baker y, por supuesto, su condena, tienen que ver, precisamente, con ello.

Toda buena historia es contradictoria. Si Romeo no hubiera acabado de matar al hermano de Julieta, la pasión de ella no habría sido la misma. Y si hay una buena historia en el jazz es la de Chet Baker. “Estábamos simplemente obsesionados con él”, recordaba el guionista Lawrence Trimble en el documental Let’s Get Lost, citado en la brillante biografía escrita por James Gavin. Y es que Gavin, justamente, entiende que es la tensión entre aspectos aparentemente irreconciliables la que da la clave del misterio. Bien vestido, reacio al tabaco, nativo del interior profundo (poco importa que el padre casi nunca estuviera sobrio) y con sus servicios al ejército en el legajo, su imagen coincidía con la de un posible personaje de película. Algo así como “el patriota campesino que, gracias a la magia de su trompeta, conoció el éxito”.

Con un estilo que cultivaba el medio tono hasta la exageración, rodeado de chicas que le pedían autógrafos y elegido en las encuestas de las revistas especializadas como el mejor, por encima de nombres como los de Davis o Dizzy Gillespie, Chet Baker era la encarnación más perfecta de un cierto sueño americano. Había un problema, sin embargo. A los 25 años, Chet Baker ya estaba consumido por las drogas. Y además, sus seguidores percibían algo que los demás ignoraban. No lo admiraban por su cercanía con el modelo del buen joven norteamericano sino por lo contrario. Ellos se daban cuenta que su mirada casi siempre estaba en otro lado, que el estilo beatífico era, en realidad, inquietante y, en palabras de Gavin, la pregunta del millón era: “¿Cómo podía salir una música tan idílica de un tipo que estaba claro que no tenía buenas intenciones?”. Chet Baker era, para los jóvenes blancos contestatarios el mejor modelo antisocial posible. La polémica acerca de si Baker tenía éxito por sus valores o simplemente por ser blanco —y atractivo para las chicas— lo cercó durante toda su carrera. Criticado con crudeza cuando empezó a cantar —la revista especializada Down Beat calificó el primer disco en que lo hacía con una sola estrella, una verdadera afrenta— y despreciado por muchos de sus colegas —empezando por Davis— Baker fue mucho más que un trompetista blanco con sonido suave y voz complaciente. Que su muerte haya sido tan misteriosa como su estilo musical, cayendo por la ventana de la habitación del hotel de Amsterdam donde vivía —una ventana suficientemente pequeña como para que, según parece, nadie pudiera caer sin ser empujado—, es, en todo caso, uno más de los elementos de esta magnífica historia que Gavin cuenta con lujo de detalles, documentación exhaustiva y ritmo febril. A las bondades del trabajo del autor debe agregarse, además, una verdadera rareza: el buen oficio del traductor, Manuel Ibeas Delgado.


jueves, 7 de mayo de 2015

Una vida truncada de Peter Ackroyd
Cuentos completos, de Edgar Allan Poe
Por Jorge Aulicino



Sobre Edgard Allan Poe existen numerosos malentendidos, acendradas mistificaciones e insuficientes verdades, que la biografía Una vida truncada, del gran inglés Peter Ackroyd –autor de una extraordinaria Biografía de Londres– y la reedición de los Cuentos completos de Poe traducidos por Julio Cortázar –ambas de Edhasa–, no dejarán de alimentar. En algún punto, la biografía de Ackroyd arroja una luz ambigua sobre la figura del escritor como para desperfilar, como conviene, a un mito, sobre la base de verdades muy probables y contradictorias.

¿En qué consiste la mistificación de Poe?

Básicamente, en que fue un prisionero de su tiempo, un "suicidado por la sociedad", diría Artaud, como dijo de Van Gogh; un molesto e indeseable esperpento, un genio que se sentía incómodo en la "prisión de los Estados Unidos" –debemos a Baudelaire el tropo–, un visionario que murió frustrado, para ser descubierto, como corresponde, muchas décadas después, como uno de los fundadores de la escuela norteamericana del cuento y parte integrante de la Patrística literaria de aquella nación. Ackroyd prefiere llamar, a esa vida,"truncada" (cut) y no frustrada (frustrated).

La lectura de la biografía de Ackroyd corrobora, sí, que Poe no se sentía cómodo en los Estados Unidos. No sabemos por qué. Vagó de una ciudad a otra de la costa Este escribiendo en periódicos y perseguido por la pobreza. Pero: a) no fue en absoluto un desconocido; fue uno de los periodistas más exitosos de su época y también uno de los escritores más reconocidos, por cierto no a la altura de Longfelow –tampoco tuvo tiempo para disputarle la consagración, ni su carácter belicoso le hubiese permitido convertirse en patriarca hierático-; b) pudo escapar de la pobreza: dos periódicos al menos multiplicaron geométricamente sus ventas gracias a la inspiración y el trabajo de Poe; uno de ellos le hubiese proporcionado un porvenir más que holgado, pero lo abandonó porque lo aburría; c) uno de los motivos por los que Poe, en su corta vida, llegó a la fama, fue su crítica muchas veces despiadada, tanto como bien escrita, a sus contemporáneos; era célebre por sus provocadoras reseñas, que fueron laudatorias cuando se trataba de mujeres que lo halagaban; d) su poema "El cuervo" tuvo un éxito enorme, aun para la época, y escuchárselo recitar con su voz magnética parece que era una de las grandes experiencias a las que un norteamericano culto podía aspirar en la primera mitad del XIX en la costa Este de los Estados Unidos. Todo lo cual indica que Poe no tenía razones para sentirse incómodo, aunque seguramente, en verdad, lo estaba. Era un pionero extraordinario, laborioso y creído de sí mismo, violento a veces, indecoroso otras, aunque la mayor parte del tiempo se comportaba con unos modales tan amables, suaves y caballerosos que asombraban.* Era un bebedor sediento, de los que se emborrachan hasta caer, en una rápida y letal sucesión de tragos. Y era un sureño –se había criado en Virginia–, con pretensiones de aristócrata, esclavista y antiburgués.

Segunda cuestión relacionada con el falso mito: era absolutamente consciente de que escribía para los magazines, y por lo tanto sus cuentos debían impresionar. Le gustasen o no, en ellos encapsulaba sin embargo lo sublime. Precursor del sensacionalismo periodístico y literario, aconsejó a los propietarios de periódicos incluir con frecuencia prosas como las suyas que, en el terreno de la ficción, anticipaban las crónicas de crímenes truculentos que alimentaron a los grandes rotativos del siglo XX.

Manejó, aun en la poesía, la noción de efecto. "Siempre existe un punto en que se dan la mano la ironía y la decadencia, y nunca queda claro si Poe está riéndose o llorando ante sus propias imaginaciones", señala Ackroyd. Poco antes, cita al propio Poe: los relatos de mayor éxito contienen "lo absurdo rayano en lo grotesco, lo aprensivo coloreado con lo horrible, lo ingenioso exagerado hasta lo burlesco, lo singular revestido de lo extraño y lo místico. Podría decirse que todo esto es mal gusto"; a lo que agrega Ackroyd: "Este era el credo periodístico de Poe, unos principios que siguió fielmente durante su carrera de escritor".

Poe tenía absoluto control sobre su estilo, dice su biógrafo, y si deploraba sus borracheras intensas, era por la sensación de pérdida de dominio de sí mismo que le acarreaban. Pero el talón de Aquiles de Poe no fue el alcohol, fueron las mujeres. Se enamoró de la madre de un compañero en la adolescencia, luego de su prima adolescente Virginia, con la que se casó, y al morir ella, de sucesivas mujeres, en pocos años, y de dos al mismo tiempo, frente a las que enaltecía su amor en términos parecidos y ante las que se declaraba al borde del suicidio, o de la muerte más atroz, a causa de ellas (de cada una por separado).

Algo conscientemente teatral, de vaudeville dramático, hubo en toda la obra de Poe, incluidas sus cartas, siempre escritas en agonía y desolación mortal que no le impedían seguir viviendo. Su muerte, muchos años después de las primeras líneas exageradamente patéticas dirigidas a su padrastro, fue realmente grotesca. Si de verdad fue arrastrado en Baltimore a servir de votante disfrazado en unas elecciones fraudulentas, en plena borrachera –de hecho vestía unas ropas y un sombrero extraños cuando lo encontraron exánime–, entonces sí fue un suicidado por la sociedad, en sentido completamente aleatorio: durante el vértigo de sus viajes por el Este, más sentimentales que literarios, poseído además de su compulsión alcohólica.

Discutida no ha sido lo suficiente la traducción que hizo Cortázar de esta literatura, no menos complicada que su creador. Anotación: Poe no escribía bien; contra anotación: lo hacía maravillosamente dentro del estilo semi paródico efectista con el que sacaba partido periodístico y literario de una generación que amaba el rebuscamiento, como sinónimo de alta literatura (todo para leer narraciones de disparatada imaginación en las revistas). Cortázar le corta el pelo y lo emprolija. Sus traducciones son de una fluidez que Poe no tenía. Se leen sin la dificultad de los estucos y el taraceado originales. Y a veces sin ese relumbrón sangriento oscuro, esa luz de teatro, de la que Poe dotaba sus cuentos, esa belleza extraña que montaba con diversos recursos, entre ellos la abundancia de adjetivos ("dull, dark, soundless" son los que acumula en la primera línea de "La caída de la casa Usher"). Cortázar pues escribe bien; Poe escribía mal y sólo la imaginación lo salva. No es tal tampoco esto. El mito verdadero dará aún que conversar, mistificar y desmitificar.


* El editor N.B. Willis lo recordaba así:! Con su cara pálida, bella e inteligente (...) era imposible tratarlo de otra manera que con los más finos modales. Cuando le decíamos que no debía ser tan duro en la crítica o le pedíamos que tachara algún pasaje (...) aceptaba con mucha más generosidad que otros, que en tales circustancias se muestran extraordinariamente susceptibles”. En E. A. Poe, de Walter Lennig, Salvat, 1986


miércoles, 6 de mayo de 2015

HHhH de Laurent Binet
Por Laszlo Erdelyi

Reinhard Heydrich era, para Hitler, el paradigma del dirigente nazi: ambicioso, cruel, y eficiente. Se ganó el mote de “bestia rubia”. Bestia, por carecer de humanidad; rubio, porque encarnaba al ario perfecto, a diferencia del mal entrazado Goebbels, del gordo Goering, o del lentejudo Himmler. Fue también el más temido entre los propios nazis. Sabía demasiado. Elegido por Himmler como su segundo en las SS, estuvo a cargo de la RSHA (que reunía a la Gestapo, la policía política y la policía criminal), y fue máxima autoridad en la ocupada Checoslovaquia. En las SS le decían, por lo bajo, “HHhH”, Himmlers Hirn heisst Heydrich, “el cerebro de Himmler se llama Heydrich”. Pero pasaría a la Historia por ser el principal artífice de la Solución Final contra los judíos, creador de los Einsatzgruppen, unidades móviles de asesinos que ejecutaron al primer millón y medio de judíos, y de la segunda fase de la liquidación, la del gastamiento y los hornos, la etapa de la muerte industrializada. Pero no duró: fue asesinado por una operación comando inglesa en mayo de 1942, lo que provocó sangrientas represalias en la población civil checa, entre ellas el asesinato de todos los habitantes del pueblo de Lídice.

Muchos libros y películas han recreado esta historia, cuya carga dramática es evidente. Hasta Bertolt Brecht escribió un guión casi enseguida, en 1943, que rodó Fritz Lang. El interés persiste. El reciente libro de Laurent Binet titulado HHhH se centra en la carrera de Heydrich, los conspiradores y el atentado; es una novela histórica lindante con el ensayo, pues a medida que avanza el relato Binet se introduce a sí mismo en la narración con sentimientos personales, discusiones con su mujer (que se burla de su obsesión con Heydrich) y autocríticas hacia la técnica narrativa elegida. El autor siente que la tarea histórico-literaria que está acometiendo lo desborda (lo sugiere en forma expresa), sobre todo a la hora de recrear ese agujero insondable, negro, oscurísimo que fue la personalidad de un psicópata mayor como Heydrich. Son dudas mortales, que provocan altibajos en la tensión narrativa de esta poderosa historia. El lector entiende que las intromisiones de Binet son innecesarias, y a veces petulantes. Esto queda evidente cuando Binet descubre “casualmente” en Internet que hay “otro” trabajo sobre Heydrich, reciente, y se muestra molesto, celoso. Es una película, Conspiracy (2001, dir. Frank Pierson), y fue producida para televisión por HBO. Recrea en forma muy veraz en términos históricos (a partir de una versión taquigráfica que sobrevivió) todo lo ocurrido en la reunión de Wannsee (enero 1942), el lugar donde se coordinó la última fase de la Solución Final entre las SS y todos los ministerios del Estado alemán. El actor británico Kenneth Branagh interpreta a Heydrich; Stanley Tucci a su mano derecha, Eichmann. El resultado es shakespeareano, dramáticamente impecable. Pero Binet se enoja; dice que nunca leyó en ningún lugar que Heydrich fuera un personaje afable, según la recreación de Branagh. Lo que Binet no pudo ver es que detrás de esa falsa máscara de amabilidad que el actor británico maneja en forma magistral (y que puede ser históricamente falsa), está el monstruo que manipula la reunión minuto a minuto, demoliendo en forma persistente, metódica, cualquier posible reticencia de los otros ministros de Estado. 

Conspiracy no sólo es una película histórica; es también una película de terror, pues el espectador empatiza con el miedo creciente que sintieron algunos protagonistas civiles de esa reunión, miedo lindante con el pánico, tras comprender la envergadura del plan con el cual debían colaborar sin posibilidad alguna de negarse o hacer la plancha. No importa si Heydrich era o no afable. Han pasado seis décadas y seguimos sin comprender qué materia había en el agujero negro de la mentalidad nazi. Por eso la interpretación de Branagh, que ilumina en forma breve esa tiniebla, no merece ser soslayada.
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