El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956,
de Anne Applebaum
Por Laszlo Erdelyi
No
es fácil comprender cómo es la vida bajo un régimen totalitario extremo, y más
para los habitantes de esta pequeña república llamada Uruguay, donde cada
ciudadano goza de una autonomía real, palpable, consolidada.
Los
ejemplos recurrentes son la
Alemania nazi y la Unión Soviética estalinista, ambos totalitarismos
modélicos. Pero en Europa del Este luego del final de la Segunda Guerra ,
entre 1944 y 1956, también se dieron totalitarismos extremos, aunque poco se
sabe de ellos.
Alemania,
Hungría, Polonia, Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia y Bulgaria no pertenecían a
la órbita de influencia soviética. Por esos caprichos de la Historia quedaron dentro
de ella por los acuerdos de Yalta entre las potencias aliadas victoriosas. Esos
países europeos poseían cultura, sociedad civil, instituciones e incipientes
experiencias democráticas más avanzadas que las de la U.R .S.S. Pero el líder
soviético José Stalin, una vez que los tuvo en su redil, quiso a esos países
comunistas. Como el suyo.
La
instalación de esos regímenes es lo que estudia con notable rigor la
investigadora Anne Applebaum en el libro El telón de acero. La destrucción de Europa del Este 1944-1956,
relato de la exportación del estalinismo a países vecinos durante un período de
casi una década donde los comunistas soviéticos —con ayuda local— eliminaron de
forma letal todo vestigio de sociedad civil autónoma.
El
mundo sabe de esos años por las fotos blanco y negro del levantamiento de
Budapest en 1956. En el cuadro aparecía en primer plano un civil joven,
portando una piedra o una ametralladora, con gesto desafiante. Era el símbolo
puro, casi poético, de la libertad. Más al fondo, casi fuera de cuadro,
aparecían tanques. Y sobre ellos soldados rusos rubios, muy jóvenes, con
rostros tensos. Eran el símbolo de la opresión.
Esas
postales, muy emotivas, no contaban toda la verdad. Ocultaban, por razones que
Applebaum señala, un proceso histórico complejo y de complicidades incómodas.
Por ejemplo, la sistemática y extensiva destrucción previa que provocó el
nazismo en gran parte del planeta que aplastó etnias, naciones, arrasó culturas
y devastó instituciones. Sólo que en ningún lado lo hizo como en la Unión Soviética.
El soldado alemán invadió Ucrania y Rusia en 1941 sintiendo que era racialmente
superior al eslavo, al que nunca trató como ser humano ni a él, ni a sus
mujeres, ni a sus hijos. Cuando pudo los eliminó, los torturó y los humilló,
por millones.
El
Ejército Rojo, tras convertirse en una máquina de guerra imparable, los echó de
su país e ingresó luego a Europa deseando venganza. Un testigo privilegiado de
ese período, que Applebaum destaca, es el escritor ruso Vasili Grossman, por
entonces corresponsal de guerra soviético. Presenció una fila de niños rusos que
regresaban caminando hacia su país tras finalizar el cautiverio alemán. Un
grupo de soldados y oficiales soviéticos los miraban a la cara. Eran padres que
buscaban a sus hijos. Señala Grossman: "Un coronel permaneció allí
durante varias horas, erguido, con gesto severo y expresión sombría. Regresó a
su coche al anochecer; no había encontrado a su hijo".
El
odio convierte a los hombres en bestias, y como tal entraron en cada pueblo y
ciudad de Hungría y Alemania. Luego de las balas y los cañones se escucharon
los gritos de terror de las mujeres. La violación sistemática por parte de la
tropa rusa fue extensiva en Hungría, y sistemática en Alemania. El saldo:
decenas de miles de mujeres embarazadas, asesinatos, suicidios, e hijos no
deseados en cifras imposibles de verificar. Algunos decretos oficiales de la
época son reveladores. En febrero de 1945 el Comité Nacional de Budapest
suspendió la prohibición de abortar, sin dar motivos. En 1946, el Ministerio de
Bienestar Alemán aconsejó considerar como "niños abandonados a todos
aquellos nacidos entre 9 y 18 meses luego de la liberación".
El
terror y la vergüenza se instaló, y permaneció sordo. Los comunistas locales,
que ayudaron a instalar los nuevos regímenes, comprendieron el impacto político
y psicológico de este hecho. El horror, que no podía ser comentado de forma
abierta, se abordó de forma pública una sola vez. Fue en 1948 en una
excepcional reunión multitudinaria en la Casa de la Cultura Soviética
de Berlín, una asamblea donde se habló en forma bastante libre durante dos
días. El tema: el malestar general de la población alemana con el
comportamiento del ocupante Ejército Rojo. Hasta que comenzaron a hablar las
mujeres, siempre con eufemismos, sin mencionar la palabra violación. Pero todos
sabían. El clima era tenso, cargado de emociones. Algunos lo justificaban
afirmando que la brutalidad alemana engendró la rusa. Hasta que intervino un
oficial soviético. Dijo que su país había sufrido mucho con los nazis, y que el
soldado ruso no llegó a Berlín como turista, o como invitado. "Dejó
atrás miles de kilómetros de territorio soviético abrasado". La discusión
finalizó. "No había respuesta a ese argumento" dice
Applebaum.
Y
agrega: "Con el tiempo, se hizo evidente que esa combinación curiosa
de emociones —miedo, ira, vergüenza, silencio— ayudó a sentar las bases
psicológicas para la imposición de un nuevo régimen".
INTERÉS
HISTÓRICO.
El
período 1944-1956 fue poco abordado por la historia. Hannah Arendt, autora de Eichmann
en Jerusalén, Un informe sobre la banalidad del mal, llegó a afirmar que ese
período "carecía de interés histórico". Para Applebaum, sin
embargo, es excepcional pues explica como ninguno la mentalidad soviética, sus
metas y motivos, sus paranoias y fracasos.
El telón de acero se centra en tres
países, Alemania, Hungría y Polonia, porque en ellos tuvo características
diferentes. El primer período dura hasta 1948 cuando se dan elecciones
democráticas (aunque "había pocos liberales por entonces",
recalca la autora), donde los partidos comunistas locales no logran popularidad
y son derrotados. Siguiendo directivas de Moscú poco a poco los comunistas van
tomando el poder con el apoyo del Ejército Rojo, y de una institución que se
instala apenas que finaliza la guerra: la policía secreta. Ésta asesinó de
forma selectiva a cualquier opositor en potencia, o deportó a Siberia a miles
de forma no tan selectiva. En realidad cualquiera que no fuera comunista era,
por definición, sospechoso de ser espía extranjero.
Esa
política represiva creció e hizo necesaria la instalación de campos de
concentración locales. Por cuestiones prácticas se reutilizaron los que estaban
en pie: Dachau, Buchenwald, Sachsenhausen y Auschwitz, entre otros, todos
antiguos campos de exterminio nazi que se reconvirtieron al sistema soviético
de prisiones. Applebaum aclara que no eran campos de exterminio, "pero
eran sumamente letales". Sólo en Alemania del Este los campos tuvieron 150
mil encarcelados, de los cuales la tercera parte había muerto por inanición o
enfermedad para 1953.
También
ejercieron el control inmediato de radios, persiguieron cualquier organización
independiente civil o religiosa —sobre todo las juveniles—, e implementaron la
limpieza étnica. Doce millones de alemanes étnicos que vivían en Polonia,
Checoslovaquia, Hungría y Rumania fueron deportados a Alemania, a pesar de que
muchos vivían en esos países desde hacía generaciones. También se dieron
deportaciones masivas en la frontera polaco-ucraniana, en la Ucrania soviética, o de
húngaros sacados de Eslovaquia y de Rumania, por mencionar algunas. A todo esto
se sumaron los millones de desplazados por la guerra que volvían desde todos
los rincones de Europa a sus lugares de origen, entre ellos los judíos que
sobrevivieron y buscaban lo que quedaba de sus casas, ahora habitadas por
otros. Sobre todo en Polonia, esos retornos terminaron mal, y muchos judíos
fueron asesinados, a lo que se sumaron brotes de antisemitismo como el del
pueblo de Kielce, en Polonia (julio de 1946) donde una turba asesinó a 42
judíos en diferentes puntos del pueblo, e hirió a decenas más, apoyados por la
policía y enardecidos por motivaciones antisemitas dignas del medioevo (un
supuesto crimen de sangre). En marzo de 1945 el principal diario húngaro, el Szabad
Nép, ya en manos comunistas, recomendó a los judíos que mostraran "comprensión" hacia
los gentiles que ahora ocupaban sus apartamentos…
"Europa
del Este era un lugar violento después de la guerra" señala Applebaum. "Resultaba
peligroso ser funcionario comunista, peligroso ser anticomunista, peligroso ser
alemán, peligroso ser polaco en un pueblo ucraniano o ucraniano en un pueblo
polaco. También podía resultar peligroso ser judío". Demasiado miedo y
rencor que Stalin aprovechó.
CULTO
A LA PERSONALIDAD.
La
gran virtud de El telón de acero es
su método: evita las teorías generales y pone énfasis en lo concreto; aporta
historias individuales y no las generalizaciones sobre las masas. Surgen
múltiples enfoques, puntos de vista y datos que Applebaum, con sutileza, expone
paso a paso. Sólo así se entiende la enorme complejidad de la instauración del
estalinismo en su fase más dura, a partir de 1948. Procesos controlados hasta
en sus mínimos detalles por un líder obsesivo, paranoico e implacable: José
Stalin.
El
líder soviético —buen poeta en su juventud— lideró la destrucción de los viejos
regímenes, sus organizaciones civiles, su cultura, religión, deporte,
alimentación, economía, comercio, enseñanza, ocio, para transformarlos en
función de un ideal: la sociedad soviética perfecta, masificada, que contenía
en su seno la unidad básica, el homo sovieticus. No se salvó ni la
masonería ni el psicoanálisis, que apenas subsistieron en la clandestinidad.
Todo fue ejecutado por líderes locales educados en Moscú que obedecían sin
chistar y soportaban cruentas purgas internas.
En
el arte se dieron paradojas. A diferencia del nazismo, muchos artistas
talentosos pusieron sus mentes al servicio de la causa comunista. Pero la
creatividad estaba sometida a los burócratas del partido, que no eran tan
talentosos. Lo sabían los grandes del cine soviético como Eisenstein y
Pudovkin, ya caídos en desgracia porque a Stalin le gustaba el cine lineal y no
sus "experimentos". Lo supieron pronto los artistas de Europa del
Este. Los músicos atonales, los pintores abstractos y los poetas experimentales
quedaron en la mira: para los burócratas que preferían el formalismo —definido
de forma muy vaga, además— esas eran desviaciones inaceptables de la causa. Alexander
Dymchitz, jefe de cultura de la Administración Militar
Soviética en Alemania, atacó en 1948
a Pablo Picasso, comunista y figura heroica para muchos
pintores alemanes. Dijo que su arte era "decadente" (Hitler
había dicho algo parecido, que era "degenerado"). Picasso se
mató de risa. Pero otros artistas no la tenían fácil, y en general se adaptaron
a las directrices, sometiendo su creación a las "sugerencias" de los
censores. Algunos como Bertold Brecht tenían sus estrategias. La ópera Lucullus de 1951, con libreto de
Brecht, fue retirada y sometida a los censores, a quienes les preocupaba "el
predominio de disonancias destructivas y cáusticas". Brecht añadió
tres arias de contenido"positivo", y la ópera se estrenó, aunque solo
durante una noche. Eran cambios menores, pero el mensaje era claro: la última
palabra la tenía el partido.
Stalin
murió en 1953. En Occidente sabían poco de lo que ocurría en Europa del Este.
Cuando estallaron las revueltas de Alemania (1953) y luego Hungría, la sorpresa
fue total. Para Hannah Arendt "fue totalmente inesperada".
Applebaum agrega que la CIA ,
la KGB , los
dirigentes soviéticos y norteamericanos "estaban convencidos de que
los regímenes totalitarios, una vez que se han logrado introducir en el alma de
una nación, son prácticamente invencibles. Todos se equivocaron".
Eso
revela lo poco que se sabe de la génesis de los regímenes totalitarios. En la Guerra Fría se estudió
mucho sobre su decadencia, su fracaso político y económico, pero poco sobre sus
orígenes, lo cual revela errores de método, cuando no profundos prejuicios.
Ahora se sabe que la devastación nazi fue el terreno fértil, pero la autora va
más allá. Le preocupa la fragilidad de la civilización actual, cómo está
expuesta a generar las condiciones para que se instalen regímenes como el
estalinismo. Pero también sabe, a partir de este caso, que cuando un régimen
intenta controlar todos los aspectos de una sociedad, cada uno de esos aspectos
se convierte en una forma de protesta en potencia.
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