Obra Poética y Otros Textos de Arturo Fruttero
por Jorge Fondebrider
En su
célebre ensayo "La tradición y el talento individual", T.S. Eliot
señaló que cada nueva obra de arte que se crea se inscribe en una serie con
aquéllas que la preceden, de modo tal que el presente continuamente reordena el
pasado. "El orden existente
—dice Eliot— está completo antes de que
llegue la obra nueva; para que el orden persista después de sobrevenir la
novedad, todo el orden existente debe alterarse, por muy ligeramente que sea; y
así se reajustan las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de
arte con respecto al todo; y esto significa conformidad entre lo viejo y lo
nuevo."
Una de las
consecuencias inmediatas de este punto de vista hace que todo canon resulte
entonces muy relativo porque en el juego de los reordenamientos lo que
importaba puede dejar de importar y aquello que parecía destinado al olvido
puede reaparecer con fuerza en el futuro. Digamos entonces que todo depende en
buena medida de cuánto sepa una comunidad determinada acerca de todos los
artistas que en ella actuaron, de cuáles sean las necesidades de esa comunidad
y, en función de esto último, de saber por dónde pasen los humores que el
tiempo o las circunstancias convertirán en respuestas o en modas. Hugo Wast o
Manuel Gálvez, por ejemplo, en su momento fueron autores muy leídos; hoy, con
suerte, sus obras apenas constituyen el material para modestas monografías
universitarias en, digamos, Nôtre Dame, Wisconsin. Nada nos impide pensar que
no vaya a ocurrir lo mismo con Osvaldo Soriano o Abelardo Castillo.
En el caso
particular de la poesía argentina, durante los últimos veinte años del siglo
XX, el "descubrimiento" de diversas obras que, en distintos grados y
por diferentes causas ha modificado el cuadro general del género en nuestro
país, ha obligado a los poetas y al público del período al mentado
reacomodamiento al que se refería Eliot. Algunos poetas relegados por las
generaciones anteriores se han vuelto profundamente influyentes entre las
nuevas generaciones (Joaquín O. Giannuzzi); otros, han retornado del olvido
aparentemente para quedarse (J.R. Wilcock); algunos han alcanzado la definitiva
madurez y, con ella, la aceptación más o menos general (Juana Bignozzi); otros
—fundamentalmente aquéllos que residen en el extranjero o en el interior del
país— luego de realizar una obra casi secreta al margen de las corrientes
principales de Buenos Aires, ha hecho una súbita irrupción, instalando su voz
ahora definitiva en un panorama que antes los había ignorado (Arnaldo Calveyra,
Jorge Leónidas Escudero). Corresponde agregar aquí, que no son pocos los poetas
del Litoral pertenecientes a este último grupo. Apenas recurriendo a la
memoria, menciono a Hugo Padeletti, a Beatriz Vallejos, a Aldo Oliva, a
Francisco Gandolfo, a Juan Manuel Inchauspe y, a partir de la espléndida
edición realizada por Osvaldo Aguirre para la Editorial Municipal
de Rosario —que hasta hace poco dirigió Elvio Gandolfo—, a Arturo Fruttero
(1909-1963) quien, fuera de su ciudad natal, fue hasta la fecha uno de los
secretos rosarinos mejor guardados.
El cuidado
volumen, titulado Obra poética y Otros
Textos, incluye un prólogo de Aguirre, Hallazgo
de la roca (1944; el único volumen que Fruttero publicó en vida), una serie
de "textos preliminares" (suerte de iluminaciones infantiles), varios
poemas dispersos (rescatados de revistas o proporcionados por el historiador
Ricardo Ortal Nadal y por Padeletti), varios ensayos (sobre la poesía del
uruguayo Carlos Sabat Ercasty, sobre Fausto Hernández, sobre la poesía de
Charles Baudelaire, sobre la pintura de Domingo Garrone), varias notas
(nuevamente sobre Baudelaire, sobre la poesía de Hugo Padeletti, etc.), su
correspondencia y un apéndice que incluye su bibliografía édita e inédita
completa (allí nos enteramos que tradujo a Rilke, a Shelley, a D.H. Lawrence, a
Charles Lamb, a Gerard de Nerval, a T.S. Eliot, a Gerard Manley Hopkins, a
Emily Brontë, a William Blake, a Edith Sitwell, a Samuel Taylor Colerdige, a
Vassily Kandinsky y la casi totalidad de Las
Flores del Mal ). En total 337 páginas —acompañadas por las notas de
Aguirre— que producen, curiosamente, el mismo efecto que una ficción de Saer:
la de la misteriosa vida de un poeta e intelectual de provincia quien, además,
trabajó como subjefe en la
Oficina Química Municipal, hasta su jubilación anticipada por
un conflicto con la empresa Coca Cola ("según recuerdan sus familiares
—anota Aguirre—, el motivo de la polémica era la exigencia de que se
especificara la inclusión de cafeína entre los componentes de la gaseosa")
y como farmacéutico en Campo Viera (Misiones), desde donde dos años después
retornó a Rosario para instalarse en el pueblo de Colonia Belgrano.
Todo esto
no pasaría de ser una rareza, si en la singularísima obra de Fruttero no se
leyeran versos como los contenidos en "Arte poética" (de 1942):
"Aspiro a un verso avezado en el
deporte, con el que se pueda practicar el crawl en
las piletas/ Y zumbar en el vórtice del automóvil desenfrenado./ Elástico para
que rebote si en un descuido escapa a la memoria,/ Y veloz para salvar sobre su
proa el agua antigua de nuestro río inmenso y ocre./ Un verso que pueda
alinearse decúbito a lo largo de todo el horizonte,/ O ascender vertical los
meridianos hasta dar con la vuelta de la tierra. " O como los que
incluye "Fruttero se va al campo", acaso su poema más famoso, en el
que, entre las muchas cosas que se lleva, está "ese loco lindo de Marx, precedido por Feuerbach, y/ seguido por Engels,
Lenin y Stalin, y un paso más atrás el réprobo de León. " Y más
adelante: "Se va al campo con el
bizantismo de Husserl, siempre edificante,/ Y los melodramas de Heidegger,
siempre regocigantes. " Y también: "Llevará la
Endocrinología de Pende para las disfunciones humorales/ y
algún diccionario vitamínico para las alternativas de la dieta. " Como
puede leerse, una simple comparación con lo que por esos mismos años escribían
la mayoría de sus contemporáneos porteños —para entonces, agobiados por el
neorromanticismo de los años cuarenta, las formas fijas y la imitación de Rilke
y de Neruda— bastaría para que a Fruttero se le asignase un lugar privilegiado
en el canon más exigente.
Definitivamente,
este libro —que vale la pena conseguir— obliga a relativizar una vez más lo que
sabemos de la poesía argentina del siglo que pasó. A la vez, a prestar atención
al trabajo que se realizó y se sigue realizando fuera del circuito editorial de
Buenos Aires. Finalmente, a un poeta mayor, muchos de cuyos poemas,
traducciones y reflexiones sobre el arte merecen un lugar destacadísimo en
nuestra historia cultural.
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