El otro nombre de Laura de Benjamin
Black
Por Diego Fischerman
El
tema de John Banville es el gran tema de la literatura –o el gran tema a
secas–: la muerte. Y ese es el tema de las novelas policiales –siempre se
empieza, por lo menos, con un cadáver–, además de la materia de Quirke, un
médico patólogo que porta la rareza (quirk)
en su apellido y protagoniza las primeras dos novelas que el notable escritor
irlandés firmó con el seudónimo de Benjamin Black. Un alter ego transparente, podría decirse, porque por un lado
significa literalmente el más joven, el último en llegar, a la dinastía de la
novela negra y por otro, porque todos saben, todo el tiempo, quién es el que
usa el nombre falso. Las solapas dicen: “Benjamin Black es el seudónimo del
prestigioso escritor John Banville (Wexford, Irlanda, 1945)”. Y él, en los reportajes
y presentaciones públicas, habla a la vez de las obras firmadas de una y otra
manera. Algo así como Bruce Wayne portando, durante el día, unas evidentes
orejas de murciélago. Algo bastante estúpido salvo que se trate, como en este
caso, de un seudónimo que no busca ocultar sino revelar. Un doble que, como
Florestán y Eusebius en el caso del compositor Robert Schumann o en el de las
múltiples identidades de Pessoa, no encubre al Otro sino que lo completa: una
segunda voz que no sólo enriquece a la melodía sino que le otorga un nuevo significado.
Existe,
desde ya, una tradición en los policiales que Banville no desconoce y de la que
el poeta Cecil Day Lewis y su Nicholas Blake son la referencia más evidente.
Pero aquí no se trata de encontrar una signatura indulgente para una obra menor
sino de continuar las obsesiones de la obra mayor por otros caminos. Hay una
unión estilística –las precisas descripciones de narices, manos y pestañas con
las que se dibujan los personajes– y hay una afinidad temática pero, sobre
todo, hay una pregunta acerca del sentido que articula las novelas altas pero
que en las policiales, precisamente por el contraste con la presunción que el
género establece –la investigación, la resolución del enigma–, se pone en
escena de una manera ejemplar. Porque las dudas, el vacío, la soledad, las
visiones de la muerte que en una novela genial como El Mar (Anagrama) resultan, al fin y al cabo, parte de lo
esperable, en las policiales tienen un efecto devastador. Tanto en la inicial El secreto de Christine (Christine
Falls), como en El otro nombre de Laura
(The Silver Swan) (Alfaguara), las
investigaciones no tienen ningún método, son guiadas por la obcecación y la
curiosidad enfermiza, y no conducen a la verdad. Y cuando ésta se conoce,
finalmente, no sirve para nada o, peor, sólo conduce a que todo sea peor. Los
títulos de ambas novelas juegan con el nombre de las asesinadas y obligan a
traducciones desafortunadas. La muerta que prácticamente desaparece de las
narices de Quirk –es decir, de su mesa de autopsia– se llama Christine Falls y
su nombre, que es el de la novela, ya anuncia su destino (la caída de
Christine). Laura Swan es, por su parte, también un seudónimo. The Silver Swan (el cisne plateado y,
también, el título original de la novela) es el nombre del negocio de belleza
que la pelirroja Deirdre Hunt regenteaba antes de ir a parar a la mesa de
Quirk, supuestamente ahogada, con un pinchazo de aguja en un brazo y con un
pedido de su marido, un antiguo condiscípulo del médico, para que no le realice
la autopsia que él por supuesto hará.
El
primer gran acierto de Banville/Black es la elección de su protagonista, un
huérfano rescatado de un asilo y criado por la familia de un prominente juez
católico, empleado por la morgue en la Dublín de los años 50. Su doble condición de
conocedor de la pobreza y la riqueza extremas le permite trazar un mapa de una
riqueza única. La fiesta familiar que introduce a su familia adoptiva en El secreto de Christine, por ejemplo,
con todos sus mensajes cifrados en una red de convenciones, es digno de Henry
James. Y el mundo de los hospitales y orfanatos manejados por monjas y curas o,
en El otro nombre de Laura, el de una
cierta picaresca ligada a la pornografía y las medicinas alternativas, cobran
el valor de universos tan cerrados en sí mismos como capaces de mostrar las
contradicciones de personajes que, empezando por el propio Quirke, a lo sumo
son un poco más buenos que malos o un poco más viles y culpables que inocentes.
Este médico alcohólico, casado con la hermana de la mujer que amaba y luego
viudo de ambas, padre de una hija a la que le ocultó el lazo durante años y con
la que a duras penas logra hablar, que avanza a los tropiezos y que, en esta
segunda novela, ni siquiera llega a darse cuenta de la verdad, se entronca con
la serie de detectives imperfectos en la que brillan el Wallander de Mankell, la Janne Tennison
personificada por Helen Mirren en Prime Suspect o aquella detective de nombre
masculino (Mike Hoolihan) que protagonizaba Tren
nocturno de Martin Amis. Pero Quirke es aun más oscuro. Para él no está
demasiado claro dónde está el bien y si, en el caso de poder buscarlo, sería
deseable.
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