Lluvias, de Laura Wittner
Por Jorge Fondebrider
Dos
partes conforman Lluvias, el quinto
libro de poemas de Laura Wittner (Buenos Aires, 1967). La primera –que lleva el
mismo título que el libro–, está a su vez dividida en tres partes que, como sus
títulos lo anuncian –No llueve, Llueve y Llovió– responden claramente a
momentos bien definidos de lo que, a poco de leer, se revela como un ejercicio
de observación que, por ejemplo, recuerda las “Trece maneras de mirar a un
mirlo”, de Wallace Stevens, o esos poemas de Francis Ponge en los que se busca
arrancarle a los objetos y a los seres inanimados una verdad que se pretende
objetiva pero que, en realidad, se oculta en la subjetividad del autor. La
segunda parte –Huecos– agrupa poemas independientes, que no comulgan, como en
la primera, con un único eje temático. Aquí reventé, y me
multipliqué”, a lo que Wittner, tres versos más abajo, agrega: “el cielo es negro y no hace más que
cernerse/ en los sentidos 5 y 8 de la Real Academia./ Llover suave y
menuduo./ Amenazar de cerca algún mal”, con lo cual el poema, mediante un
curioso golpe de timón, adquiere su plena trascendencia. O en ese otro poema de
la segunda parte, “Doce hazañas”, título que se vuelve transparente y llena de
connotaciones al texto, cuando tirados en la cama descansan abuela, madre e hijo, y hay un olor que la
poeta ubica “por no darle muchas vueltas/
en el casillero de ‘pochoclo’”, mientras vela, sola, que un innominado
Hércules no venga a turbar el sueño de la familia. De ese modo y según este
modelo, lo alto y lo bajo, lo tangible real y lo imaginado, lo inmediato y lo
futuro van enredándose, confundiéndose, y terminar por lograr la tensión
necesaria para mantener en vilo al lector, que no puede más que estar atento y
a la espera de esa suerte de desvío, de cambio súbito de dirección que comienza
a convertirse en una magnífica marca estilística de la poeta.
Hasta acá, si se quiere, la descripción
aséptica de la manera en que está estructurado el libro. Ahora bien, los
poemas, tanto aquellos temáticamente ligados como los otros, son otra cosa.
Porque, si bien el vehículo es, fundamentalmente, un cierto realismo, por
momentos trivialmente autobiográfico y a veces desmañado, que suele acompañar
el discurso de muchos poetas que empezaron a publicar alrededor de la década de
1990, la mayoría de los poemas se apoya en otra instancia, acaso soterrada, que
termina por apuntalar la anécdota, dotándola de un sentido más importante. Véase
a este respecto “De noche de día” –un poema de la sección Llueve–, donde el
agua de la lluvia alcanza el vidrio de una ventana después de atravesar la
persiana y dice: “
Si
con El pasillo del tren (1996), Los cosacos (1997), Las últimas mudanzas (2001) y, fundamentalmente, La tomadora de café (2005); Laura
Wittner había logrado una importante visibilidad entre los poetas de su
generación, con Lluvias, un libro
formalmente impecable, termina por revelarse como una de las voces más notables
de la poesía argentina actual. Leerla da gusto.
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