Nocturnos. Cinco
historias de música y crepúsculo de Kazuo Ishiguro
Por Diego Fischerman
Es
posible que el terror musical sea una creación de Felisberto Hernández. No el
espanto guiñolesco de El fantasma de la
ópera. Más bien, la inquietud, el temblor al acecho, el sobresalto
insinuado, el pequeño estremecimiento que habita en las casas con pianos y en
los pianistas olvidados y en las infinitas oscuridades de una sala de música
cerrada. Y es posible, también, que esa clase de pesadilla nunca haya llegado
tan lejos como en la novela Los
inconsolables, donde Kazuo Ishiguro crea un universo ante el cual el mundo
del viejo señor K queda convertido en paraíso de ensueño. En ese texto
brillante y casi insoportable, un pianista llega a una pequeña ciudad de Europa
Central para dar un gran concierto. Allí la música, y en particular la música
contemporánea, resulta esencial. Hay madres que no se hablan con sus hijos
porque éstos tocaron alguna pieza de vanguardia sin la debida expresión y
conocimiento del estilo. Pero ése es apenas el comienzo. En calles y tabernas
donde los maleteros compiten con un extraño baile en el que cargan valijas con
piedras, en pasillos interminables que comunican la sala de ensayos de un hotel
incomprensible con una cabaña en la montaña o con un pueblo vecino y donde
todos los pensamientos son escuchados pero, en lugar de diálogos, se superponen
monólogos, el pianista es llevado a un territorio donde sólo existe la
postergación, en que la mujer que acaba de conocer le reclama por el descuido
de su hijo y donde, permanentemente, es esperado en lugares a los que nunca
llegará y llega a lugares adonde nunca quiso ir.
Nocturnos (Anagrama), el último libro de
Ishiguro (y el primero de cuentos), es una continuación atenuada de aquella
novela magistral. Lo une con ella, por supuesto, la música. Pero sobre todo la
otra palabra anunciada en el subtítulo: el crepúsculo. Las cinco historias
incluidas hablan de algún ocaso, mientras la frustración o el final de las
carreras o aficiones musicales de sus personajes habla siempre de otros
eclipses. También aquí los personajes están de paso. Venecia, o un hotel de
lujo en Beverly Hills donde residen, transitoriamente, los operados por un
famoso cirujano plástico (incluyendo uno de los personajes que estaba en
Venecia en el primer relato) o una casa en la que se está de visita. Y las
situaciones, por supuesto, rondan la pesadilla, sobre todo cuando se acercan a
la comedia de enredos. En “Come Rain or
Come Shine”, donde el amigo fracasado es invitado a la casa de una pareja
de antiguos condiscípulos durante la ausencia del marido para que su mujer, que
lo atosiga, se convenza, por contraste, de sus virtudes, es donde la situación
se torna más intolerable. El marido llama por teléfono, mientras la mujer está
en una reunión, para darle instrucciones al huésped sobre cómo romper objetos,
cómo fabricar olor a perro sucio y, sobre todo, cómo ocultar el gusto,
compartido con su esposa, por Sarah Vaughan. Todo es espantosamente humillante,
pero lo peor es que nadie escucha ni ve a los otros y la vergüenza del final no
es ni siquiera registrada como tal. Un joven compositor de canciones pop
inconsciente de su temprano fracaso, que abusa de la hospitalidad de su hermana
y cuñado mientras entabla una relación con una pareja de músicos ambulantes
suizos fascinados con las colinas de Elgar (Sir Edward, el compositor, y no
John, como dice la lamentable contratapa), la lastimosa serenata de un ex astro
de la canción melódica, la aventura nocturna de un saxofonista genial pero
malogrado y su compañera de piso, alrededor del trofeo a “Mejor músico de jazz
del año” o una cellista imaginaria que da lecciones a un húngaro que deambula
por la Plaza San
Marcos son, en todo caso, las diferentes caras de la distancia entendida como
una de las Bellas Artes.
Hay
una distancia de origen, podría pensarse, en un escritor nacido en Japón y
educado en Londres. Tal vez lo japonés (la cortesía extrema, la observación
siempre un poco azorada, cierto pudor cercano al desafecto) sea una etapa
superior de la flema inglesa. O lo contrario. Pero lo cierto es que en Ishiguro
se unen para lograr una pintura exacta y destemplada de la desolación, como en
esa Plaza San Marcos donde, en el último de los relatos, “Violonchelistas”, se
colocan las estufas entre las mesas para los turistas ya escasos mientras una
orquesta toca el tema de El Padrino
por novena vez. La presencia de la música es medular en otro aspecto, quizá más
importante: el de la forma. Como en una sonata otoñal, donde cada movimiento
contrasta con los otros pero, al mismo tiempo, ciertos temas, algunos gestos,
determinadas frases, los unen, en Nocturnos
se tiene la sensación de que, finalmente, todas las historias no son más que
los capítulos de otra, más secreta, más esquiva, más triste aún y más devastada.
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